Cómo comer aceitunas podridas y vivir para contarlo

En 2015 escribí un nostálgico post desde Tokio analizando la ironía de haberle cogido el gusto a una peculiar comida local justo cuando ya me había llegado la hora de dejar Japón.

Ese post se volvió el más leído de todo mi blog. Lleva ocho años en la posición número uno y la razón viene del título: “Las consecuencias emocionales de comer frijoles podridos”. Es un título sin mucha gracia, pero es un éxito en los buscadores. Todo aquel interesado en saber qué pasa si se come un frijol podrido acabará dando con mi post pues acostumbra a ser el primero o segundo en las búsquedas de Google, seguido de artículos de la BBC, La Vanguardia e incluso el New York Times.

No puedo evitar pensar en aquellos que llegan a mi blog a través de ese artículo. ¿Cuánto tiempo les toma descubrir que el texto no explica si les dará cólicos o diarrea por comerse esa menestra que tenían guardada en la refrigeradora desde hace un mes? ¿Cuántos se quedan a terminar el post tras constatar su engaño? ¿Hay alguno que decide dar una vuelta por el blog para ver de qué más habla?

Hoy me asaltaron estos pensamientos luego de constatar que me había comido al menos unos 20 gramos de pasta de aceitunas podrida. Muy diferente de mi experiencia en Japón en 2015, esta vez no se trataba de una comida local muy apreciada entre los brasileños. Era, de hecho, un frasco de pasta de aceitunas verdes que se había echado a perder y del cual saqué una generosa cucharada llena de moho gris que eché sin miedo en mi pan pita, enrollé y comí a grandes mordiscones.

 No es que de Japón me haya quedado el gusto de comer comida rancia, es que simplemente no me di cuenta. No me di cuenta del mismo modo que no me doy cuenta de que ando desgreñada por la calle hasta que la vitrina de alguna tienda me lo revela. Del mismo modo que no me doy cuenta de que tengo un moco infantil en la manga de la blusa o la marca de una mano chocolatosa en el pantalón. No me doy cuenta de nada porque tengo dos niñas pequeñas que gritan, que tienen hambre, que quieren jugar, que gritan, que piden leche, que se les cayó la muñeca, que gritan, que necesitan ayuda en el baño, que gritan, que necesitan que saque punta al lápiz, que gritan, que ya les toca un cambio de pañal, que gritan, que piden que las cargue, que quieren que deletree como se escribe “ca-sa-mien-to-de-deniz-y-vio-le-ta” y que gritan, todo a la vez, todo al mismo tiempo y todo gritando.

Y esa es mi vida, y es absurda y es caótica y requiere comer cosas podridas sin querer de vez en cuando y es lo único sobre lo que últimamente se me antoja escribir. Con todo, a este post le pondré un buen título para seguirme posicionando en Google como la experta en ingesta de alimentos caducados. Quién sabe y capturo algunos incautos.

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