Preparativos para doblar y desdoblar la vida

Siempre he dicho que mudarse de país es como doblar la vida. Doblarla en varios pliegues hasta que quede tan pequeña que quepa en una maleta de 23kg y en un bolso de mano. Doblarla y, ni bien llegados al nuevo destino, volver a desdoblarla.

Pero para doblar la vida hay que comenzar desde las puntas. Primero: deshacerse de esa colección de bolsas de papel que todo el mundo guarda en la cocina por si acaso algún momento haya que llevar algo en ellas pero que, por supuesto, nadie en su sano juicio pretende cargar consigo a las lontananzas. Hay que aceptar donar esos pantalones que jamás nos quedaron bien, pero nunca quisimos descartar con la esperanza ridícula de bajar de peso, o de subir de peso, o de cambiar quienes venimos siendo por un buen cúmulo de décadas.

Hay que regalar todas las plantas y llevar al zapatero esa bota a la que se le rompió el cierre, porque quién sabe cuánto tiempo tarde uno en aprender a decir en alemán: “Cê consegue dar um jeito nessa bota aí”. Hay que arreglar la pata de la cama porque los carpinteros europeos cuestan más caro que una cama nueva. Hay que mandar a lavar todos los edredones y abrigos porque, después de seis años de verano ininterrumpido, ya deben haberse vuelto condominio de ácaros y polillas.

Y tras despachar todos aquellos asuntos ordinarios, hay que doblar la vida más en serio. Hay que vender el carro, cancelar la suscripción al club, el internet, la línea telefónica, la cuenta de banco, la del agua, la de la luz, el condominio, el arriendo. Y hay que vender todos aquellos aparatos que no son compatibles con el voltaje en el nuevo destino, vender la aspiradora, la lavadora, la cocina, el horno, el calefactor, el ventilador, la licuadora, la cafetera… Y hay que hacer todos eso a la vez y todo coreográficamente sincronizado con la mudanza y con la compra de pasajes aéreos, porque nadie quiere pasar ni un día viviendo en una ciudad dónde ya no se tiene ni teléfono, ni internet, ni licuadora.

Y entonces se está listo para el doblez final, el más caótico y extenuante: hay que meter toda la casa en un container. Guardar cada objeto que contribuye a la suma de lo que uno llama su hogar, desde las agujas con las que uno a veces cose, hasta el sofá donde a veces uno duerme una siesta. Los libros que uno ama, las fotos de los que ama, las sábanas, las escobas, las lámparas de noche, los diarios de la infancia. Hay que empacarlo, numerarlo, declararlo al seguro y embutirlo todo para que zarpe en algún buque, de algún puerto a atravesar, otra vez, algún Océano. Y cuando finalmente se devuelve la llave del departamento, uno sabe que la vida quedó completamente doblada. Y se marcha rumbo al aeropuerto con una maleta y lo que se trae puesto, hacia una ciudad (a veces conocida, a veces inhóspita) donde a partir del primer día habrá que comenzar a desdoblar la vida de nuevo. Teléfono, banco, carro, casa, licuadora y bolsas de papel… Todo otra vez, hasta dejar la vida bien abierta hasta las puntas. Porque, aunque sea abrumador y cansado, no hay otra manera de vivir la vida si no es hasta las puntas.

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