Los amores furtivos de las cigarras

Noche de viernes mirando “la lluvia caer sin nada que hacer más que ver llover” como diría aquel viejo libro infantil. Del mismo modo que yo, los vecinos se han lanzado a sus ventanas a contemplar el espectáculo, tan corriente y a la vez tan extraordinario. Esas nubes condensadas llorando encima de nosotros. Los del quinto cargan un bebé pequeño y se abrazan, los del tercero están sacando los brazos para dejarse mojar. Sin camisa, el del sexto parece haber pasado los días desesperado por ver una lluvia amainar este calor. A lo lejos se escuchan hurras y voces de alegría. Llueve al fin.

Me dejo embriagar por el delicioso e inconfundible aroma de la tierra mojada mientras pienso en las cigarras. Las imagino desperezándose, estirando los brazos que no tienen y refregándose los ojos con los puños que no tienen, removiéndose en sus camas debajo de nuestros pies, preparándose para despertar de su sueño que ha durado 5 o 12 o quizás 15 años. Esas cigarras amantes furtivas y pasajeras, que tan pronto se levanten de sus lechos subterráneos irán a buscar el amor a grito pelado.

Seguro mañana amaneceremos escuchando su inconfundible “taca-taca-taca-taca-taaaaa” que traducido al idioma de los humanos debe ser algo así como “¿Quiero reproducirme urgente!” “¿Dónde hay una pareja para mí?”. Miles de “taca-taca” que sumados suenan, como bien describió mi papá alguna vez, a una olla de presión gigante a punto de estallar. Pero aquí no hay ollas, no se cuecen yucas ni frijoles, son solo cigarras que sí que son gigantes y sí que se cuecen, pero en su propia llama del amor. Se cuecen y hasta estallan porque una vez que consigan su libidinoso objetivo, ese por el que esperaron bajo tierra una década, no sabrán hacer mejor cosa que estirar la pata, o en este caso las patas, y morirse de sopetón.

A lo largo de este verano austral iremos encontrando por ahí sus cadáveres de cigarras satisfechas, victoriosas por haber conseguido dejar vástagos a tiempo antes de morir. Y poco a poco los miles “taca-taca-taca-taaaa…” se irán evaporando hasta que para noviembre ya no quedará ninguno. Y de pronto un día escucharemos un solitario “taca-taca” de alguna a la que se le pegaron las sábanas debajo de la, para entonces, bien mojada tierra. Y nada habrá más lamentable que esa postrera cigarra dormilona que se quedó sola entonando un “taca-taca” que se lo llevará el viento y a quien la súbita muerte no la encontrará satisfecha, ni vitoriosa ni complacida.

En todo eso pienso, y es un pensamiento tan fugaz que solo dura lo que dura está breve lluvia que ha bañado una sedienta Brasilia después de más de 100 días sin llover. La seca aún no ha terminado del todo. Quizás pase un mes más sin verdaderas lluvias. Aquellas lluvias monzónicas que hacen caer ramas de los árboles y asustan perros y niños. Pero esta lluvia y su promesa de un concierto de cigarras mañana es un espectáculo tan esperanzador y embriagante que efectivamente no hay nada que yo quiera hacer ahora más que ver llover.

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