Cerca de noventa días sin llover. A veces un grupo tímido de nubes se acumula en el cielo y ofrece promesas inútiles a quienes las contemplan. Las palabras han comenzado a secarse en la boca, la tierra a cuartearse. Los árboles, que han estado aquí desde antes que llegaran los hombres, saben prepararse para la temporada y estiran los brazos por debajo de la tierra hasta dar con agua. Así se mantienen verdes, aunque algunos (sobre todo esos árboles que llegaron aquí después de los hombres y son menos experimentados) ya han perdido todas sus hojas. El pasto se ha vuelto amarillo, partículas de la roja tierra de la sabana brasileña pululan por el aire y los automóviles lucen polvorientos, como aquellos que vienen de recorrer distancias inmensas; todos se ven así, incluso los que acaban de salir de la fábrica.
Aquí faltan todavía muchos días de sequía. Largo tiempo pasará hasta que retorne la lluvia. Algunos dicen que no hay que esperarla hasta dentro de otros noventa días más. A los foráneos recién llegados, como yo, los locales les cuentan historias de poner los pelos de punta. Parecen disfrutar de contagiar el miedo y hablan de narices que sangran a causa de tanta sequía y de huracanes de puro polvo y arena que azotan la ciudad en los momentos peores. Aquellos más optimistas prefieren describir la fiesta del retorno de la lluvia, con ese recuerdo intentan aliviar la angustia que provoca ver ese cielo infinitamente azul. Relatan que la gente sale de sus escondites, de sus oficinas, de las tiendas y las casas y van a la calle a dejarse mojar por las primeras gotas que anuncian el inicio de la temporada húmeda.
En ausencia de experiencias, los foráneos recién llegados vivimos solo de esas historias. Nosotros, que aún no tenemos pasado, que no hemos cosechado ningún invierno en la nueva tierra, vamos dibujándonos el futuro a base de esos relatos del pasado ajeno. Nosotros, los foráneos recién llegados, vivimos del puro presente, en donde no hay más historia que contar que la haber acumulado 90 días sin llover.
El ser humano tiene una capacidad de adaptación sorprendente al medio ambiente, desde climas gélidos hasta climas secos y calurosos. Claro que, hasta adaptarse adecuadamente tiene que soportar una serie de incomodidades, pero ninguna que su ingenio no pueda superar.