A veces en la vida hay ciertas cosas fundamentales que hacer, por ejemplo comenzar un nuevo empleo y cambiar la rutina. Cada cierto número de años hay quienes se compran un auto, hay quienes lo tienen que vender. A veces es necesario mudarse de casa, empacarlo todo, meterlo a un camión y rearmarlo en otro sitio. En fin, la vida es así y hay todas esas cosas que hacer mientras se la vive.
Como sea, casi nunca sucede que tengamos que hacer todo aquello de una sola vez. Es poco común que de pronto tengamos que mudar de empleo, cambiar de casa, cancelar suscripciones, abrir cuentas de banco, vender y comprar cosas, empacar y desempacar la vida, todo junto en el mismo momento. Y es aún más extraño pensar que hay quienes no solo lo hacen todo junto, sino que están dispuestos a repetirlo una y otra vez cada dos, tres o cuatro años.
En agosto de 2012 desocupé un departamento en Quito, me mudé a un hotel en mi propia ciudad, me despedí de amigos y familia y partí a Japón. Me tomo casi un año crear unas pequeñas raíces. Un año para encontrar los productos en el supermercado a pesar de mi analfabetismo en japonés. Un año para dejar de perderme en la ciudad cada vez que salía. Un año para acabar de montar una casa, para colgar un cuadro aquí, poner una planta allá. Así pasó el tiempo hasta que un día amanecí y Japón se había convertido en mi hogar.
Pero en 2015 me sonó la campana que anunciaba la hora de partir, justo cuando estaba yo más cómoda con la ciudad, la casa y los maravillosos amigos que había cultivado. Creo que la sensación es comparable a cuando se prende el despertador a las 06:00 de la mañana y uno tiene la impresión de que la cama está mucho más confortable, suave y calientita que a las 22:00 cuando uno se metió en ella.
El invierno de 2015 fue un lento descoser lo cosido hasta llegar a los últimos bordes de la tela. Para inicios de 2016 me vi obligada a regalar las plantas que cuidé con cariño como a verdaderas mascotas, repartir electrodomésticos que estaban casi nuevos, vaciar la alacena y retirar todos los imanes de una refrigeradora que no partiría conmigo. Lo siguiente fue cancelar tarjetas, acabar con suscripciones y dejar para el último lo más duro: ofrecer abrazos de despedida a gente que llegué a querer sinceramente.
Ahora es marzo de 2016, escribo desde un pequeño departamento amoblado cerca del río Ródano en la ciudad de Ginebra. Hoy cumplo mi primer mes de vivir sin una casa a la que llamar mía. Han pasado más de dos semanas desde que llegué aquí y ya entiendo las cosas mejor, sé qué bus conduce a qué lugar y por suerte ya he parado de decir “onegaishimasu” cada vez que quiero decir “s’il vous plaît”.
Mis días ahora son un diario coser con tela nueva. Otra vez abrir cuentas de banco y líneas de teléfono. Otra vez buscar departamentos, firmar contratos, adquirir seguros. Y otra vez aquello que es lo más complejo y más lento: crear lazos, hallar nuevos amigos e intentar volver a ser la cliente frecuente de alguna cafetería, donde con suerte un día la barista me llamará por mi nombre y yo sentiré que este es por fin mi hogar. Y aunque sé que cuando todo eso pase, de repente me sonará de nuevo esa campana de salida y tendré que despertarme atolondrada y empezar todo de nuevo; lo cierto es que esta vida (y el gran amor que la inspira) es lo que me hace feliz.
Me encantan leer tus aventuras mi enamorada escritora. Todo lo mejor en este nuevo capítulo de tu romántica novela
La pincelada de amor del final del relato fue lo que alegró el fondo triste de este cuadro.
Que Dios, con el amor de su pareja de aventuras, la siga bendiciendo donde quiera que vaya.