Para comenzar esta vida de expatriada me fui tan lejos de mi centro como se me pudo ocurrir. Crucé todo un Océano y me descubrí de pronto en un planeta nuevo. En este planeta busqué a los míos o algo mío que me hiciera sentir más cerca de casa, pero mi búsqueda fue casi estéril.
Tan lejano era este planeta nuevo que en él no vivían más de 200 ecuatorianos. De hecho, toda la población de extranjeros que moraba en esa isla no llegaba ni al 5% de los 130 millones de habitantes del lugar. A veces cuando de casualidad uno se cruzaba con un foráneo en la calle (que en japonés se dice “gaijin”) uno hasta intercambiaba una mirada de reconocimiento con el otro. A ese gesto cómplice le llamaban “gaijin nod”.
Al cabo de un tiempo de vivir en este planeta, me acostumbré a no encontrar otros como yo, a no escuchar mi lengua, a no ver rostros familiares por ahí. Y cuando esporádicamente oía español por la calle, me venía una mezcla de gusto y curiosidad. Si el que hablaba español era un mesero, un vecino o el amigo de algún amigo, el gusto era aún mayor. Nos preguntábamos las nacionalidades, manteníamos una breve charla. En fin, nos alegrábamos, invadidos por un cierto sentimiento de pertenencia.
Desde que vivo en Ginebra (esto es hace un par de semanas) oigo español en todas partes y español de todas partes. En Japón a veces me encontraba con mexicanos, peruanos o españoles. Aquí escucho todos los acentos del florido repertorio hispanohablante y estoy segura de que ya debo haberme cruzado con más de un ecuatoriano. Pero rápido estoy aprendiendo que aquí no me espera ningún “gaijin nod”, ningún giño de reconocimiento, ningún súbito alegrón de hallarme entre iguales.
Comencé a aprender aquello al ver que no había la misma respuesta a mi gran sonrisa cuando descubría que un agente de bienes raíces (de los muchos que he visto en estos días) hablaba mi idioma. Ellos se mudaban del francés al español sin nada de entusiasmo ¡y hay que ver que a cualquiera debería darle entusiasmo no tener que escucharme hablar francés!.
Hoy descubrí que la bonita mesera que me atendía en la cafetería era colombiana. En Japón, ante la rareza de hallar uno de los míos, cada vez que daba con un colombiano casi me sentía frente a un compatriota. Y esta vez no pude evitar reaccionar igual al escucharla hablar por teléfono. “¿Eres colombiana?”, le pregunté con ese mismo estúpido gustito mío de pasarme de pronto a hablar nuestra lengua en común. Ella me dijo “sí” y me dio las espaldas, e inmediatamente sentí que yo había cometido una impertinencia. “Que tengas un buen día”, me dijo cuando me marché avergonzada cinco minutos después.
No entiendo exactamente qué más esperaba yo de ella, ¿una amistad? ¿que me pregunte de dónde era yo? ¿Que nos contemos nuestros motivos para estar aquí?… No me culpen por esta naife ilusión mía. Japón era otro planeta para mí, pero para Japón yo también era de otro planeta, y como tal era casi obligatorio explicar cómo diablos había ido a parar ahí. Tanto es así que uno de los primeros diálogos que aprendí a tener en japonés fue justamente esa explicación. Me cuesta entender que los míos aquí no son más míos que aquellos con los que me cruzaría en mi propio país. Que son solo otra gente que habla español y que, de hecho, no está precisamente ansiosa por hablarlo conmigo. Que aquí no somos dos chicas de ese mismo planeta distante y especial que han tenido la mágica casualidad de hallarse, sino que somos tan solo una colombiana y una ecuatoriana más entre los 19 millones de otros seres que hablan español en diferentes puntos de este continente.
Supongo que con el tiempo ya reprogramaré mi cabeza, aunque en el fondo creo que siempre preferiré seguir alimentando ese gusto de reconocerme en los otros. Quizás un día encuentre alguien que se alegré igual que yo y entonces habré hallado un amigo.
Esta, entonces, es una evidencia más de las grandes diferencias culturales entre el mundo oriental y el mundo occidental.