Clases de catecismo en la religión del buen sushi

Poco antes de marcharme de Japón escribí este artículo sobre el arte del sushi para la querida revista Mundo Diners en Ecuador. Releerlo ahora, más de dos meses después de haberme despedido de Tokio, me trae nostálgicos pero sabrosos recuerdos. Comparto aquí el artículo que fue publicado en la revista en su edición de enero de 2016.

Viernes en la noche, en pleno centro de Tokio. Hago acopio de coraje y atravieso el umbral del restaurante de sushi. El ambiente es alegre, puedo oír pláticas y risas, pero basta verme llegar y cunde el silencio. Las miradas caen todas sobre mí, sobre esta alienígena que ha resuelto entrar al sagrado templo donde se saborean los manjares del paraíso. “¿Speak japanese?”, me pregunta quien me recibe y yo contesto en japonés que sí, una respuesta no tan honesta pero la única que me autorizará a quedarme.

Como es lo usual, en el lugar no caben más de unos 15 clientes. Entre ellos y el chef media una angosta barra de madera vista y la pequeña vitrina donde se exhibe la pesca del día. En la pizarra están los ininteligibles garabatos que corresponden al menú y delante de mí, vestido enteramente de blanco, el chef me mira esperando instrucciones.

Las posibilidades de que, en algún punto de la velada, yo meta la pata son altas: que haga algo indebido con mi comida, que cometa algún garrafal error con el pedido, o la mayor pesadilla de todo extranjero: que el sagrado pedazo de pescado se me resbale de los palillos y vaya dar al suelo. Pero la noche recién empieza, el responsable de mi comida espera y es hora de que yo ordene algo ya…

Hablando de pecados

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Se calcula que existen cerca de 20 mil restaurante de sushi regados por el mundo, cada uno con sus propias variaciones: desde sushi de salmón y rollos con aguacate y queso crema hasta sushi apanado, frito, rebosado, picante o con fresas y chocolate. Sobra decir que nada de eso se inventó en Japón y que generalmente lo que se come aquí, bajo el nombre de sushi, es solo una bola de arroz con un buen pedazo de pescado encima y pare de contar.

Así de básico y así de glorioso: una serie de diferentes cortes de pescados o frutos del mar servidos casi siempre crudos sobre una pequeña porción de arroz empapado en vinagre. Las múltiples creaciones que han surgido con el tiempo son solo derivaciones de esa idea original. Y aquí en Japón, en la cuna del sushi, comerlo así sin extravagancias al más puro estilo tradicional no es solo un acto para complacer el paladar, es todo un arte, una ceremonia, casi una religión. Y en esa religión tan llena de mandamientos los forasteros somos los primeros a incurrir en toda clase de pecados.

“Cuál es el error más común que los extranjeros cometemos”, le pregunto a Yamaki, uno de los tres chefs principales de Kidoguchi, un respetado restaurante en el centro de Tokio. “Usar demasiada salsa de soya”, me responde al instante sin hesitar. Sus colegas asienten en unánime consenso: “mojan el arroz con soya”, dice uno de ellos con el mismo espanto que un ecuatoriano sentiría de ver una persona poner miel en un ceviche. “Y mezclan la soya con wasabi”, agrega alguien más con igual horror.

Mientras los jóvenes hablan, el maestro Kidoguchi solo se sonríe. En los 47 años que lleva siendo chef de sushi ya ha visto cada cosa y sin embargo, le sigue apasionando alimentar a la gente y enseñarle el arte de ser un buen comensal. Entre sus fieles pupilos, Yamaki es uno de los más antiguos. Pasó nueve años aprendiendo el dominio del cuchillo con su maestro. Nueve años en la cocina destripando pescados, sacando espinas, lavando platos y cocinando arroz. Nueve años esperando para poder convertirse en chef, “aunque lo normal son diez antes de salir al salón”, dice él con humildad.

Hace dos años le llegó a Yamaki el momento de brillar, alguien se jubiló y él pudo por fin pasar a estar del otro lado de la barra. “¿Qué es lo más difícil de ser chef de sushi?” le pregunto yo, esperando que me hable de la complejidad de trabajar el pulpo o de suavizar el calamar. “Hablar con los clientes”, me contesta y ambos nos reímos. Pero su respuesta no es descabellada, parte del trabajo de un buen chef de sushi no es solo alimentar a sus clientes como también entretenerlos. Y de ahí que en ciertos sitios no se acepten comensales que no hablen japonés. Algo sin duda poco gentil, pero consecuencia de la tremenda preocupación de no poder atender al cliente con propiedad.

Hijo de diplomático, Yamaki habla inglés y me ha permitido entrevistarlo mientras me sirve el almuerzo. Como es lo usual, es él quien decide lo que yo comeré. Conformado por unas ocho piezas de sushi, mi set comienza con pescados blancos, los más suaves. Forman parte de la sinfonía: una pieza con huevos de pescado, otra de calamar, otra con una porción de cangrejo levemente cocido y un pequeño rollo con erizo de mar, una exquisitez que vale su precio en oro.

En la barra, al costado de mi plato vacío, finas rebanadas de jengibre están servidas para aclarar con ellas mi paladar entre un sushi y otro. Con la delicadeza de un pájaro, Yamaki coloca sobre el plato, una por una, sus minuciosas creaciones. Mientras yo me deleito con una pieza él trabaja en la siguiente, pero siempre sin quitarme la vista de encima para captar cada mínima reacción que su comida me produce.

Así es la velada entera en el salón de sushi, una cita entre el chef y el comensal. Todo el tiempo frente a frente, a centímetros de distancia: el comensal inspeccionando cada movimiento de su cocinero y el chef atento a cada gesto de su cliente. En Kidoguchi, como en la mayoría de restaurantes de este tipo, cada chef se hace cargo de máximo cinco personas, a las que alimenta con devoción y cuidado; tanto cuidado que si la pieza de sushi es demasiado delicada ni siquiera se molesta en colocarla en el plato, sino que la pasa de su mano directamente a la mano del cliente. Aunque si del chef dependiera sería capaz de ponérsela en la propia boca para no estropear su perfecta creación.

Para completar la sinfonía que es mi almuerzo, llega la apetecida anguila, de tan deliciosa ya casi está extinta de las aguas de Japón y por ello es consumida en mínimas porciones. A continuación el atún, el gran protagonista de la mesa de sushi. Hay cerca de 80 cortes diferentes de atún, uno más rojo, más suave y más apetitoso que el otro. “Del atún se usa todo, servimos sushi incluso con la carne de la cara”, me explica Yamaki, con un enorme libro de los peces abierto encima de la barra. En el restaurante de Kidoguchi, la enciclopedia del mundo marino está siempre a mano para proveer información a todo comensal que quiera conocer más sobre lo que está llevándose a la boca. Los chefs se sienten gustosos de dar detalladas explicaciones. Hablar de pescados les provoca la misma pasión que al músico hablar de acordes o al pintor de la magia del color.

Sin embargo, saber demasiado no siempre es lo mejor. En Japón, los más suculentos sabores pueden venir de los más insospechados lugares. A ciertos forasteros conocer el origen de su comida puede desalentarlos de ponérsela en la boca, y para los débiles de carácter verla puede ser igual de desalentador, sobre todo cuando aún está viva y moviéndose alegremente en la mesa.

Para desviar mi atención del enorme abulón (una especie de molusco) que acaba de despertarse y se desliza en su concha en la vitrina justo delante de mí, le pregunto a Yamaki sobre sus cuchillos. La diferencia entre ser un buen chef de sushi o no está en saber filetear correctamente el pescado, para ello cada chef tiene su set de cuchillos que cuida con el celo que un samurái trataría a sus espadas. Deben pasar dos años hasta que los aprendices estén autorizados a cortar pescados más nobles. “Al principio solo podemos manipular los más baratos”, dice Yamaki y explica que en total toma cinco años dominar todas las tareas básicas como retirar escamas y espinas, saber preparar el arroz y, por supuesto, el huevo.

Es difícil llevar la cuenta de las piezas de sushi que ya he comido, pero cuando Yamaki deposita en mi plato el sushi de huevo (tamagoyaki) sé que el banquete está por terminar. Servida siempre al final del set, esta pequeña tortilla de huevo preparada con azúcar y vinagre hace el papel de “postre” del menú, debido a su leve sabor dulzón. Luego de ella solo queda lugar para unas rebanaditas de nabo en conserva y una taza de té verde.

Son las 14:00, la función ha terminado y es hora de que los chefs almuercen y comiencen a alistarse para abrir de nuevo a las 17:00 y ofrecer la cena. “¿Y ustedes comen sushi?”, le pregunto a Yamaki mientras me preparo para irme. “Solo los sábados. El domingo cerramos, así que la noche anterior nos hacemos una cena con todo lo que sobró”.

Con la usual simpatía de todo buen chef de sushi, Yamaki me escolta hasta la puerta. Cosa común en Japón, inclusive en las tiendas, que los dependientes acompañen al cliente a la salida y no se muevan hasta verlo perderse en el horizonte. “Vuelve cuando quieras, todavía hay mucho de qué hablar”, me dice él, aunque sabe que yo no necesito demasiados motivos para regresar. Aquí en el país de los devotos de la religión del sushi, no hacen falta excusas para consentirse con una visita al templo de los sabores celestiales.

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