Qué bien se está aquí en este balcón. Todos me habían advertido que Ginebra no era ninguna ciudad encantadora, y con todo, no sería justo decir que está desprovista de encanto. Este balcón de mi nuevo apartamento es un punto estratégico para cazar las pequeñas bellezas ginebrinas. Frente a mí, el río Ródano baja con velocidad desde el lago Leman, como una alfombra turquesa que parte la ciudad en dos. Puedo ver los tres puentes que atraviesan el río y todo el movimiento de tranvías, coches y caminantes. Junto al puente más cercano, acabo de descubrir un grupo de muchachos practicando un inusual deporte: han tendido una cuerda sobre una vertiente angosta y están probando caminar sobre ella para atravesar las aguas. Cada quién encuentra su modo de entretenerse.
En el fondo está el lago, decorado por decenas de pequeños barcos y yates atracados en la orilla. El lago se extiende inmenso y en los puntos en que ya no lo bordean más los edificios se pinta el basto verde, el verte suizo que se expande por kilómetros. Atrás están las montañas que me traen un sentimiento familiar maravilloso, el de los 28 años que viví abrazada por los Andes. Ahora, este abrazo alpino no es menos espectacular: donde terminan las montañas azules comienza las blancas, aún nevadas a mediados de abril.
Antes de llegar a las montañas, mi vista se detiene en la ciudad vieja: un grupúsculo de antiguas edificaciones con sus tejados de terracota que, al haber sido construida sobre una colina, sobresale en medio del resto de casas de la ciudad.
Las aves ofrecen un espectáculo a parte. Una función con un elenco completísimo: en el agua patos, gansos y espectaculares cisnes blancos y en el cielo palomas silvestres, gaviotas y halcones. Mi balcón es palco de lujo para presenciar un poco de los dramas de esas otras vidas que se suceden paralelas a las nuestras. Una valiente golondrina persigue un halcón tres veces más grande que ella, desesperada intenta ahuyentarlo de su nido. Mientras tanto, las gaviotas buscan el almuerzo en el río y yo me deleito con la observación de su perfectísima anatomía, sus alas blancas impecables con detalles en negro, sus ojos negros, sus picos curvos, su vuelo elegante a solo pocos metros de mí.
En fin, es verdad que Ginebra no es la ciudad más encantadora de Europa, pero doy fe de que basta sentarse 10 minutos en este balcón para ver que tiene suficiente encanto como para un día llegar a enamorarse de ella…
Tú encontrarás el amor a donde vayas. No importa si el lugar es chiquito o grande, encantador o no, como tus ojos lo ven, ahí reside la hermosura de las cosas.
Abrazos!