Este año durante la pascua tuve el placer de conocer la bella ciudad de Roma. Luego de mi viaje escribí esta crónica para la revista Mundo Diners, en Ecuador. Aquí les comparto el artículo publicado el pasado mes de julio.
Amanece en Roma. Poco a poco se abren las pesadas persianas de madera de las antiquísimas casas romanas, antiquísimas como las calles que las acogen, antiquísimas como todo lo que existe en esta ciudad con tres milenios de historia. Es marzo, domingo de resurrección, no hay una sola nube en el cielo y las calles ya están llenas de transeúntes. Antes de las 10:00, la mayoría de restaurantes están en pleno funcionamiento y ya se han esfumado de sus estantes unas cuantas decenas de pizzas y paninis.
En el Vaticano el movimiento ha empezado temprano. Clérigos y fieles se mezclan con decenas de turistas en una fila gigantesca para entrar a la plaza de San Pedro y asistir a la misa que oficiará el Papa Francisco. Plaza, Basílica y un puñado de edificaciones son todo lo que conforma el estado independiente del Vaticano, un país de solo 44 hectáreas de territorio y 900 habitantes. Este domingo, sin embargo, unas 30 mil personas se han reunido aquí para escuchar al Papa.
La liturgia, llena de protocolo y solemnidad, se extiende por un par de horas bajo el penetrante sol. Tras la eucaristía, el Papa Francisco recorre la plaza en su gracioso vehículo blanco y los asistentes se agolpan con cámaras y celulares, ansiosos por capturar una foto. Al final, cuando el Papa se despide, las seis emblemáticas campanas del Vaticano continúan sonando por varios minutos, mientras los asistentes se dispersan y comienzan a abandonar el país más minúsculo del mundo para “volver” a Roma.
A pocos kilómetros de ahí, el Panteón de Agripa también está lleno de gente, todos contemplándolo con la misma admiración que miles ya lo han hecho a lo largo de los casi 2000 años que lleva en pie. La que en sus orígenes fuera la casa de todos los dioses, desde Venus hasta Baco, hoy es el hogar de tan solo uno. Hace catorce siglos este lugar fue convertido en un templo cristiano, como sucedió con miles de otras edificaciones históricas regadas por Roma, que se jacta de ser la ciudad con más iglesias en todo el mundo, unas 900 sin contar la Catedral.
Si todos los caminos conducen a Roma, en Roma todos los caminos conducen al pasado: a un templo milenario, a un teatro que existe antes de que Cristo naciera, a un conjunto de ruinas de civilizaciones lejanas. No importa qué dirección se tome o qué calle se camine, aquí el pasado es un presente cotidiano. Por culpa de ello, los romanos de hoy están sentenciados a vivir abrumados de turistas, como quien escogió hacer de un museo su hogar y ya no puede reclamar por el irrefrenable ir y venir de visitantes. Roma recibe al año unos 10 millones de personas de todo el mundo, un número que representa cinco veces más que el total de residentes de la ciudad.
Al medio día, en las calles aledañas al Panteón, un grupo de asiáticos camina apresurado rumbo a la Piazza Navona, donde la bellísima Fuente de Los Cuatro Ríos lleva más de 17 siglos engalanando el lugar junto a la Iglesia de Santa Inés en Agonía. La mayoría de los turistas pasa de largo frente a la exposición callejera que un hombre de unos 70 años ha montado en plena vereda.
Artículos que seguramente salieron de la basura y algunas acuarelas pintadas en cartones componen la muestra que ocupa unos 100 metros de la transitada vía. “Picasso a mitad de precio”, es la leyenda de un retrato desfigurado de toque surrealista. “Vendido!”, anuncia otro pintado en madera. Nadie compra y casi nadie se detiene a ver la exposición, pero los pocos que lo hacen no pueden dejar de admitir que el hombre tiene algo de talento y mucho ingenio. Eso es Roma, un lugar que alberga arte hasta en las veredas más sucias y tumultuosas, una ciudad con calles polvorientas y donde el viento arrastra basura de un callejón a otro; pero una ciudad donde los ojos están tan absortos en el esplendor que se levanta hacia al cielo, que nadie repara en la suciedad que se acumula a sus pies.

Trastévere
Hace tiempo que ha pasado la hora del almuerzo, pero los restaurantes en el barrio de Trastévere continúan a reventar. En una callejuela alguien discute. El dueño de un restaurante está furibundo con un camión que está empeñado en pasar por la angostísima calle donde él ha montado las mesas de su local. Hay cruce de palabras, bocinadas, brazos que se sacuden en el aire, los comensales se ven obligados a levantarse y el camión acaba pasando. Pero no ha terminado de cruzar que ya vuelven las conversas y las risas. Las personas retornan a su comilona como si el incidente nunca hubiera sucedido.
Un domingo en Trastévere reúne todo lo que uno imagina que Roma es: gente que discute, gente que se besa en público, gente que habla alto, todo ello en un escenario de pequeñas calles empedradas y viejas casas de colores, con cables tendidos entre una ventana y otra para colgar la ropa al sol. El barrio es famoso por sus buenas pizzas, pero se sabe que para comer aquí hay que llenarse de paciencia y esperar sin reclamar: probablemente el mesero le lanzará el plato al apuro o le dará una reprimenda por no decidirse rápido, pero no cabe duda de que será la mejor pizza que uno haya comido.
Tras el almuerzo, las dura espera hasta que llegue de nuevo la hora de comer se la pasa tomando café. Frente al Senado de la República nunca falta fila en Sant’Eustachio. La cafetería más emblemática de la ciudad funciona desde 1938 y dicen los romanos que posee el mejor cappuccino del mundo. La taza cuesta unos tres euros, pero dado que el lugar solo dispone de un puñado de mesas, el que quiere beber sentado paga el doble.
Cuando el sol va cediendo y empieza a dar paso a la noche, el bohemio barrio de Monti se enciende. Armados de quesos y botellas de vino, parejas y grupos de amigos se instalan a charlar al pie de la pileta de la Piazza della Madonna. Para las 21:00 ya hay decenas de personas aquí y otras tantas colman los restaurantes que circundan la plaza.
Con toda su magnificencia y todos sus milenios de historia, Roma no tiene rincón que no esté tomado por su gente. En este museo habitado, casi no existe escalinata por antigua que sea donde esté prohibido sentarse, y fuera de las que están en reparaciones, no hay fuente ni plaza ni templo que sea inaccesible. Aquí en Monti, la pileta es un bar improvisado. Pero como en todo bar, de pronto surge un incidente: alguien ha reportado haber visto un paquete extraño y la policía manda todo el mundo a desalojar. La gente se dispersa con fastidio más que miedo y cuando los oficiales se marchan sin encontrar nada, los dueños de los restaurantes se quedan rezongando: «¡Pero habrase visto! ¡Una bomba en esta plaza, qué absurdo!”, reclaman airados mientras poco a poco la gente vuelve a la pileta, al queso y al vino.

El gran Coliseo se ilumina en la noche
No lejos de Monti, el imponente Coliseo tiene gente pululando a sus alrededores hasta tarde. Esta mole de piedra, que parece lucir aún más espléndida a la luz de la luna, es el sitio que más visitantes recibe en toda la ciudad. No es para menos si se considera que es el mayor anfiteatro jamás construido y la más grandiosa obra arquitectónica de la Roma Imperial. En sus tiempos podía acoger hasta 50 mil espectadores y aunque ahora no es posible realizar eventos dentro de la estructura, miles de personas recorren sus galerías todos los días. El lugar fue construido para entretener al pueblo y dos mil años después aún sigue cumpliendo ese propósito.
Cuando las botellas de vino se terminan y los restaurantes finalmente cierran es que ha llegado por fin la madrugada. Roma duerme y solo ahora es posible gozar de silencio suficiente para escuchar el agua correr a los pies del dios Océano, entre las piezas de mármol de la maravillosa Fontana de Trevi. Durante el día, aquí se apretujan centenares de turistas, ansiosos por lanzar su moneda al agua o por tomarse una foto con las extraordinarias esculturas de la fuente más emblemática y ambiciosa de todo el barroco romano. Durante el día, no hay donde poner un pie aquí, pero a esta hora solo queda el silencio y una u otra pareja noctámbula jugando a ser Anita Ekberg y Marcello Mastroianni en un breve instante de La Dolce Vita.