Resumen de un lunes cotidiano

Levantarse de la cama sigilosamente para garantizar que el sueño de la niña no se perturbe y poder tomar un baño mientras ella aún duerme. Si se despierta, confiar que no hará como ayer que resolvió ir a servirse agua ella misma y, en el intento, acabó regando un litro en todo el mesón de la cocina.

Vestirse y vestirla. Alimentarse y alimentarla, peinarse y peinarla. Todo al mismo tiempo, todo a saltos y brincos contra un reloj que en las mañanas de lunes parece caminar más rápido. Darle su vitamina, montarle la lonchera, sacarle las lagañas de los ojos. Retarla porque otra vez se limpió el moco con la manga del uniforme justo cuando se lo acababa de poner. “En la escuela dirán ‘uy qué niña sucia’”. Terminar la frase e inmediatamente sentirse mal de hacerla sentir mal.

Llevarla a la escuela sin tiempo para detenerse a recoger flores porque otra vez salimos media hora más tarde. “¿Estamos atrasadas mamãe?” Decirle que sí aun sabiendo que a los tres años nadie puede estar realmente atrasado, aun sabiendo que ningún motivo justifica no detenerse a recoger flores.

Darle besos en la entrada de la escuela y marcharse a trabajar. En la tarde, ir al obstetra para ver cómo avanza el embarazo que hoy entra en su octavo mes. De regreso a casa, parar en cinco farmacias diferentes para convencerse que ninguna tiene el jarabe de la tos que la niña necesita, porque es invierno y simplemente todos los niños de esta ciudad están con tos.

Buscarla en la escuela, llenarla de besos como si hubiera pasado un año sin verla. Volver a casa, jugar con ella a pesar del cansancio. Discutir a la hora de la cena pues, de pronto, se le ocurrió que no le gustan los tomates. Gritarle porque se sacó la comida de la boca, “¡y tú sabes cómo me enerva que te saques la comida de la boca!”. Verla llorar un poco, verla calmarse sola, verla resignarse a que no habrá postre, y mientras tanto pensar, sin admitirlo, que la cena tampoco estuvo atractiva, que faltó tiempo y paciencia para proponerle algo mejor.  

Llenar la bañera y verla tan chica y vulnerable ya sin ropa, cargando en los brazos las ollitas de juguete que ha seleccionado para el baño de esta noche. Abrazarla y pedirle disculpas “porque no está bien gritar”, mientras ella parece ya no recordar el incidente.

Enjabonarla, enjuagarla, secarla, vestirla, limpiarle el moco, ponerle medias… Agacharse y levantarse infinito número de veces con el peso de la barriga encima. Darle jarabe para la alergia ya que no hubo el de la tos.

Apagar las luces. Ponerla a dormir, y en el silencio del fin del día, pensar ¿y si esta vida de madre soltera no fuera la casualidad de un viaje de trabajo de mi compañero, sino mi día a día de siempre? ¿Y si la bebé ya estuviera aquí y tuviera que hacer todo esto, pero con las dos niñas a cuestas?

Este viaje de trabajo de Fábio me ha hecho pensar día y noche en mi queridísima amiga Nastya y en su inagotable fuerza para criar a sus dos pequeños hijos sola porque el maldito destino resolvió robarle a su compañero en la peor hora.

Ella tiene razón cuando dice que nadie puede realmente entender lo que ella vive, pero aquellos que la amamos y admiramos, podemos al menos hacer el diario esfuerzo de intentar concebirlo.

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