Travesía a las antípodas del Ecuador

Como siempre, me permito compartir con los amigos mi más reciente publicación en el Ecuador. Este es un resumen de mi artículo publicado en la edición de enero de la revista Mundo Diners. Quienes deseen leer el artículo completo, lo pueden encontrar en el sitio web de la revista.

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Si al puro estilo de Julio Verne, alguien en el Ecuador resolviera cavar un agujero en la tierra hasta llegar al otro lado del planeta, el lugar en el que desembocaría, si tal cosa fuera posible, sería Indonesia. Para ser exactos, este intrépido viajero debería comenzar a cavar en Esmeraldas para poder aparecer en la ciudad de Padang, ubicada en Sumatra, una de las más de 17 mil islas que conforman la República de Indonesia.

Ambos países forman parte del pequeño grupo de naciones cuya antípoda es otra zona también habitada. El extremo diametralmente opuesto de más del 70% de la tierra es el Océano.

Esmeraldas y Padang son una de las pocas antípodas casi exactas, es decir 180º opuestas la una de la otra. Y aunque con menor exactitud: Quito es la antípoda de Singapur; Cuenca, la de Kuala Lumpur y Guayaquil, el extremo opuesto de la ciudad de Medan, también en Indonesia.

Sin embargo, puesto que cavar un agujero y atravesar la tierra actualmente es algo solo reservado para la imaginación, el único modo factible de llegar desde Ecuador hasta Indonesia es darle, literalmente, la vuelta al mundo; lo que representa al menos unas 50 horas de viaje y el paso por unos cuatro diferentes aeropuerto en distintos países. Personalmente, yo prefiero la alternativa de cavar un orificio en la tierra frente a la de pasar 50 horas volando; sin embargo, ahora que casualmente me encuentro en Asia, he decidido aventurarme a emprender una travesía por varias islas de Indonesia, para descubrir qué misterios encierran las antípodas del país en el que he nacido.
He alcanzado uno de los puntos más distantes del Ec

uador y lo que más me sorprende al llegar a Indonesia es el enorme parecido que encuentro entre ciertas ciudades de la sierra ecuatoriana y algunos poblados del centro de la isla de Bali, uno de mis primeros destinos.

Indonesia también está atravesada por la línea ecuatorial y, debido a que se asienta sobre una falla tectónica, también está rodeada de montañas y se calcula que tiene al menos unos 150 volcanes activos. Siendo así, no es de extrañar que estas localidades –ambas ubicadas a unos 1500 metros a nivel del mar y a pocos grados de distancia de la línea ecuatorial– me resulten tan familiares.

En Kintamani, mi guía me acompaña a observar el lago Batur, ubicado en el extinto cráter de un volcán que erupcionó hace miles de años. Por un momento, la despampanante vista engaña a mi cabeza, que se siente tentada a creer que ha llegado al Quilotoa o a la laguna de Cuicocha, en el Ecuador.

Para el tercer día de excursión, y tras mis múltiples comentarios acerca de las similitudes de mi país con el suyo, Guel-Guel, mi guía, parece estar resuelto a sacarme de la cabeza la idea de que ambos lugares se parecen y me conduce a visitar Ubud, uno de los tesoros de la isla de Bali y el principal motivo por el cual he viajado hasta aquí.

Ubud y su arroz que alimenta la vista

Envuelta en un halo de espiritualidad, la localidad hinduista de Ubud se levanta en medio del inmenso verdor de miles de campos de arroz ubicados en las afueras de la ciudad. Además de ser un importante punto de cultivo, Ubud es el centro de la actividad religiosa y artística en la isla de Bali y uno de los lugares que más turistas atrae.

Me basta llegar para admitir que, en efecto, no hay nada que se compare con el particular paisaje que generan los plantíos de arroz, ubicados en terrazas descendentes sobre las montañas.

Con el objetivo de aprovechar mejor el agua y la tierra volcánica de la zona, los granjeros distribuyeron sus campos sobre las pendientes de las montañas a modo de terrazas. Esta alteración en el paisaje, cuyo objetivo era meramente utilitario, generó un espectáculo natural tan extraordinario que en 2012 los campos y su peculiar sistema de irrigación fueron incluidos en la lista de patrimonios intangibles de la Unesco.

Un agricultor labra la tierra en los campos de arroz de la localidad de Jatiluih, en el centro montañoso de la isla de Bali.

Un agricultor labra la tierra en los campos de arroz de la localidad de Jatiluih, en el centro montañoso de la isla de Bali.

Mientras Guel-Guel me ilustra sobre el proceso de producción, el cual toma alrededor de tres años, caminamos apaciblemente entre los plantíos de la localidad de Jatiluih, con el sol poniéndose detrás del infinito verde de los campos. Cerca nuestro, un grupo de patos y gansos se dedica a comer los insectos de una de las piscinas de lodo que alberga las semillas de arroz. “Las aves hacen un gran trabajo en evitar las plagas y proteger el lugar”, me dice Guel-Guel.

Al cabo de poco, descubro que la mayor amenaza de este extraordinario lugar no son precisamente los insectos. Paradójicamente, el propio turismo que popularizó estos campos, está ahora poniendo en riesgo su sobrevivencia; pues se calcula que en Bali unas 1000 hectáreas de plantíos de arroz desaparecen cada año, para dar paso a hoteles y otras infraestructuras turísticas.

No puedo evitar sentirme parte del problema; sin embargo, Guel-Guel se apresura a consolarme. “Hay casi 20 mil hectáreas de sembríos en Bali, queda bastante por admirar todavía”, me dice con su imperturbable sonrisa. En efecto, basta mirar al horizonte para convencerse de que aún hay mucho arroz aquí para continuar alimentando el estómago y la vista de las generaciones venideras.

Un arte de colores y una cultura de rituales

Para cuando llega la hora de despedirme de Guel-Guel, he pasado al menos cinco días respirando Hinduismo en cada lugar de Bali; pero ahora es el momento de encontrarme con un rostro muy diferente de Indonesia; no obstante, el más común.

Tras un vuelo de dos horas, arribo a la ciudad Yogyakarta, en la isla de Java, donde se calcula que más del 90% de la población es musulmana. También Adde, mi nuevo guía, lo es, y tan pronto comenzamos a charlar me aclara: “cuidado con creer que somos terroristas o algo así. Algunos extranjeros tienden a pensar lo peor de los musulmanes”.

Su comentario tiene que ver con el mal recuerdo que quedó en Indonesia, tras el atentado de un grupo de extremistas islámicos en una discoteca de Bali en 2002, donde murieron más de 200 personas, entre ellas inclusive un ecuatoriano.

Adde me explica que, aunque la religión ha sido siempre el principal elemento que ha diferenciado a Java y Bali, la relación entre los habitantes de ambas islas nunca ha dejado de ser amistosa, de modo que “el trágico incidente de 2002 fue un caso aislado y repudiado por toda la población.”

Superado el asunto, entramos de lleno en la tarea de descubrir Yogyakarta. No obstante, el momento cumbre de nuestro recorrido solo llegará un par de días después, cuando visitemos la fábrica de batik, uno de los principales motivos de mi travesía hasta esta ciudad.

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Una de las trabajadoras en la fábrica de batik, cubre de cera la pieza de tela

Actualmente, este estilo de arte en tela es popular en todo el mundo; sin embargo, hace 15 siglos atrás fue aquí, en la isla de Java, desde donde la tradición del batik se expandió al resto de Asia, África y posteriormente a Occidente.

Esta exquisita y cuidadosamente diseñada tela es un objeto de gran importancia en la cultura de Indonesia. Aunque el batik puede ser utilizado para confeccionar cualquier tipo de ropa, lo más frecuente es que las piezas de tela se lleven simplemente envueltas alrededor de la cintura. Este atuendo se conoce como sarong y forma parte de la vestimenta cotidiana de millones de personas en este país; incluso los extranjeros requieren utilizarlo cuando van a ingresar a un templo, como forma de respeto a la cultura local.

En la fábrica, comienzo mi aprendizaje sobre el batik con Muryani, que ha pasado todo el día dibujando con lápiz un delicado diseño floral sobre una pieza de tela blanca de aproximadamente dos metros. “Completar el dibujo me toma unas 8 o 10 horas”, me explica Muryani, quien lleva más de 25 años trabajando en esta fábrica, siempre a cargo de la misma tarea.

El trazado a lápiz es el inicio de la cadena de producción de un batik completamente diseñado a mano. Mañana, cuando Muryani terminé de dibujar, la tela pasará a las manos de Sumini.

La tarea de Sumini es quizás la más importante del proceso y consiste en repasar con cera caliente cada detalle de lo que Muryani dibujó. Así, a la hora de sumergir la tela blanca en la tinta que le dará color, la pintura no penetrará las partes cubiertas, preservando intacto el dibujo. El uso de la cera para generar este tipo de contrastes es lo que diferencia al batik de cualquier otro tipo de tela pintada a mano.

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En Java, los guardianes del palacio del Sultán de Yogyakarta lucen su sarong envuelto alrededor de la cintura. En la espalda guardan siempre un puñal.

La complejidad del diseño de un batik y el número de colores que tenga, dependerán de cuantas veces la pieza sea repasada por la cera y sumergida en la tinta. Luego de que todos los colores hayan sido colocados, la tela estará lista para ser enjuagada en agua hirviendo, de modo que pierda toda la cera y quede al descubierto su diseño final.

De acuerdo con Sumini, un batik convencional de tres colores y de unos dos metros de largo, toma entre uno y dos meses en ser elaborado; sin embargo, estilos más complejos requieren de un periodo de trabajo mayor.

Tras despedirnos de Muryani y Sumini, Adde me ilustra acerca de la inmensa diversidad de diseños existentes, mientras me conduce al Museo del Batik ubicado en el centro de la calurosa Yogyakarta. “Casi todas las ciudades tienen su estilo de batik y existen diseños que solo se usan en acontecimientos importantes, como una boda o la ceremonia del tedak siten”, un ritual efectuado por la familia de un recién nacido para conmemorar la primera vez que el bebé toca la tierra, un suceso de mucho valor entre los javaneses.

El tema nos conduce a una extensa plática acerca de las múltiples y particulares ceremonias de la cultura indonesia, muchas de ellas relacionadas con el nacimiento.

Mientras caminamos por el museo, que guarda batiks históricos donados por antiguos sultanes; Adde me cuenta que una práctica muy común aquí es enterrar la placenta del bebé cerca del sitio en que ha nacido. “Creemos que siempre es necesario volver al lugar donde se ha enterrado nuestra placenta, pues es el sitio al que pertenecemos”.

Aunque el entierro de la placenta es una práctica común en algunos países, en Indonesia tiene tal importancia que incluso “hay quienes creen que si no es posible volver a vivir en el sitio en el que se nació, hay que sacarla de la tierra y llevarla consigo para enterrarla en el nuevo lugar de residencia”.

Llega la noche en Yogyakarta y con ella la hora de decir adiós a esta ciudad. Mañana me espera un avión para partir a las islas que aún me falta recorrer. Mi travesía por Indonesia está lejos de terminar; sin embargo, tras mi última conversación con Adde, hoy no puedo evitar ir a acostarme pensando en las raíces que dejamos en la tierra en que nacimos. Paradójicamente, las mías se han quedado enterradas justamente en las antípodas del lugar donde esta noche me voy a dormir.

Sobre la publicación

indonesia-diners-01Aunque tardó un poco en ser publicado, este reportaje sobre mis aventuras viajando por Indonesia apreció desplegado en  cinco páginas de la edición de enero de 2014 de la revista Mundo Diners, del Ecuador.

Es el artículo más extenso que he publicado en la revista. Sin embargo, decidí colocar aquí solo un resumen de él, pues creo que puede resultar muy largo para leerlo en la web. Su versión completa se encuentra en la página de Mundo Diners.

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