
Tengo una memoria vaga del viacrucis que viví antes de perder mi primer molar inferior derecho. Recuerdo la silla del médico y el edificio vetusto donde estaba ubicado su consultorio. Recuerdo a mi mamá cerca de mí y recuerdo la oscuridad de la noche, como si todas las visitas que hice hubieran sido tras caer el sol. Quizás es una memoria implantada, construida por un miedo que me conducía a verlo todo oscuro, o quizás mi mamá efectivamente me llevaba al dentista en la noche, después de la escuela, que por muchos años fue vespertina.
Guiada por las breves y esporádicas menciones al asunto que he encontrado en mi diario de la adolescencia, comprendo que el viacrucis de mi muela no duró una noche sino varios meses de malos dentistas, y varios años de malos hábitos y dificultades económicas.
25 años después, lugares y rostros se mezclan en mi memoria y se convierten en un solo consultorio siniestro, administrado por un solo personaje macabro. Un dentista inexperto y cruel que no eliminó por completo una caries, que no selló apropiadamente un hueco, que nunca supo cómo hacer una endodoncia y que finalmente, harto del bolsillo corto de mi mamá, harto de sus propios conocimientos rudimentarios de odontología, harto de mí y de mi dolor, resolvió arrancarme una muela que jamás debió ser arrancada, una muela que seguramente floreció en mi boca a los 12 años, tan solo para ver su fin dos años más tarde.
Cuando hago la matemática, dos años no parecen suficientes para ver nacer una muela y verla deteriorarse hasta su extinción. Para llegar a buenos términos con el pasado debo concluir que la muela nació mala, fue el primer caso en la historia de la humanidad de un diente que brotó ya cariado.
“Después del cole fui a la ‘dentis’ y me sacó mi muela porque me dolía mucho. Me puso tres inyecciones. Yo estaba tan asustada que me salían lágrimas…” así lo registro un miércoles 28 de octubre de 1998. Inocente y despreocupada no vuelvo a hablar de mi diente, no le dedico un luto, no pienso si la muela de arriba irá un día a ponérseme floja por la falta de su compañera del piso de abajo o si mi lengua se volverá una obsesiva visitante de ese agujero que me acompañará por 14 años hasta que en la adultez resuelva tomar cartas en el asunto y el caso de la muela que nació cariada vuelva a ocupar páginas en mi diario, aunque ahora sin tantas faltas de ortografía.
Con 28 años y a poco de dejar el Ecuador, resolví que era hora de llenar ese vacío y acepté someterme a nuevas torturas para crear un llamado “puente” con el cual atravesé el Pacífico y me mudé a Japón. Un año más tarde, mi segundo molar cayó en desgracia por culpa de fallas de construcción en el tal puente.
Mi diario de 2013 registra una nueva endodoncia en manos de un dentista japonés que poseía una televisión en el tumbado del consultorio para entretener a sus pacientes, mientras les perforaba las profundidades de las muelas hasta arrancarles el más recóndito pedazo de nervio vivo. Lo mismo hacía con el bolsillo. Según mi diario, a mí me extrajo, sin anestesia y sin piedad, 3000 dólares con los cuales también habría podido colocarme unos cuantos dientes de oro de 18 quilates. Él insistía en que debía desmontar aquel puente y colocar un implante, pero el precio de hacer tal cosa era equivalente al de comprarme un auto de lujo, con lo cual di por concluido el asunto.
Me tomó 12 años más aceptar que el médico japonés tenía razón y ahora que me apresto a volver a Europa para nuevas aventuras, esta vez cruzo el océano sin puentes. Dejo Brasil con la sonrisa completa y con un implante en lugar de un molar que se suma a las tantas cosas que llevo conmigo a donde voy y que compensan las tantas otras que he ido dejando atrás.





