Cavilaciones de aeropuertos y multitudes

Lo espero en la entrada de “Arribos internacionales” con un globo que dice “Bienvenido” y con una gana loca de darle un abrazo. Ha sido un viaje de tan solo 8 días, pero suficiente para sentir su ausencia en todas partes y a todas horas.

Cada vez que la puerta automática se abre, me entusiasmo. Veo salir un tropel de rostros sin nombre, de gente sin relevancia, y cuando la puerta otra vez se cierra me resigno a más minutos de espera. Esas figuras anónimas se dispersan por ahí y, como piezas de rompecabezas que vuelven a su sitio, pronto se encuentran con los suyos, otros anónimos que como yo esperan.

Aburrida de aguardar, me entrego al placer de observar los encuentros. Una esposa y su hija, de la misma edad que la mía, reciben efusivas a un papá cansado. Más allá, alguien sostiene una pancarta y una bandera de Colombia. Cuando sale el homenajeado, varios aplauden. Hay abrazos, hay lágrimas.

Continúan saliendo rostros sin nombre, gente que no es nadie para mí, gente para quien yo tampoco soy nadie, solo una figura irrelevante, una mera sombra que sostiene un globo que dice “Bienvenido”. Pero todos se disipan, todos encuentran a quien los espera, a quien los echó infinitamente de menos, a quien les compró también su globo.

No puedo evitar pensar en aquel a quien yo espero. Aquel que es el oxígeno de mi vida y la piel que a mí me duele si se hiere. Parece imposible concebir que alguna vez ese corazón, que ahora lo siento una extensión del mío, latía en el pecho de un completo extraño.

Y mientras la puerta del aeropuerto se abre una y otra vez sin devolvérmelo, yo me dejo llevar por el dulce recuerdo de aquella noche de aguaceros quiteños cuando mis ojos cazaron por primera vez su rosto aún anónimo. De pie en el patio del Centro Cultural Metropolitano, de terno, de medio lado, hablando con algún colega de trabajo. Serio, alto, elegante, guapo y un completo extraño, absolutamente desprevenido de mi presencia, de mi nombre, de mi propia existencia.

Lo miré de lejos, entre tanta gente, y aunque él jamás me lo crea, yo siempre defenderé que fue ahí mismo cuando me enamoré.

Y entre ver pasar recuerdos y viajeros, el tiempo transcurre y la puerta finalmente se abre para devolvérmelo. Llega con su maleta, su cansancio y su sonrisa de Julia Roberts al verme ahí esperando con mi globo de “Bienvenido”. Llega al fin y el corazón se me abriga. Lo recibo. No le digo nada de mis cavilaciones. Le doy su globo, lo abrazo. Pierdo la llave del carro, me disculpo, la encuentro. Nos reímos. Nos marchamos de la mano. Pasamos desapercibidos entre la multitud. Nadie nos mira, nadie se interesa por nosotros, nadie más nos espera. Somos solos rostros sin nombre, dos anónimos que alimentan la multitud, un par de piezas de rompecabezas que 13 años atrás tuvieron la grandísima fortuna de encontrar su lugar.

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