
Tomando el sol de la tarde. (Cuando tenía aproximadamente 14 años)
El gato de mis papás falleció este lunes y en casa quedó solo una nube negra que nadie sabe cuando acabará de irse. Siempre fue el gato de todos; sin embargo, de tanto amor que les profesaba, siento que fue, principalmente, el gato de mis padres y que, por tanto, en estos días grises son ellos los que merecen todas las palabras de consuelo.
El gato llegó de contrabando en la pequeña cartera de mi hermana Patricia. Fue una compra compulsiva, por la cual pagó 10 mil sucres. Y para ver el largo tiempo que ese gato hizo parte de nuestras vidas, basta reparar en el hecho de que fue adquirido con una moneda que ya ni siquiera existe.
Patricia lo nombró Teo y pregonó que el gato era suyo y que ella se haría cargo de él. Pero en casa nadie sabía bien qué hacer con esa compra compulsiva de mi hermana, pues nunca habíamos tenido una verdadera mascota en la familia.
Dado que yo tengo una poderosa alergia a los gatos y mi papá un asma crónica desde que era niño, nadie esperaba realmente que este tal Teo se quedase en casa mucho tiempo. Con todo, mi hermana Anita y yo le prestamos un plato para su leche, que tomamos de nuestra vajilla de juguete. Con el tiempo, todos esos juguetes fueron desapareciendo, y sin embargo, el plato de la leche fue el mismo durante todos los casi 18 años de la vida de nuestro gato.

Teo y Patricia… la última foto que tomé de él. (Noviembre 2014)
Ahora, nadie en mi familia ha podido contener las lágrimas por tener que admitir que es finalmente hora de retirar de la cocina ese bendito plato amarillo, que en aquel entonces, pensamos equivocadamente que el Teo nos lo devolvería al cabo de un par de semanas.
Y es que a pesar de la alergia y el asma, el Teo se fue quedando y quedando. Un par de años después de traerlo en su cartera colorida, la autoproclamada dueña del gato anunció que ella sí se iba. Se marchaba a hacer su vida, a crear su propio hogar con sus propios gatos. Pero el Teo se quedó.
Al plato amarillo le siguieron otros platos, cajas de arena, camas de gato, juguetes, y así los años se siguieron acumulando. El Teo se quedó para verlo todo: graduaciones, matrimonios, viajes, mudanzas. Y mientras nuestra vida avanzaba, en un parpadeo el gato se hizo adulto y, de pronto, envejeció.
Se quedó tantos años y fue tan bueno que se quedara, que cuando llegó la hora de decirle adiós, nos golpeó un dolor que nunca creímos que podíamos sentir. Como si en el fondo esperábamos que iluminara nuestra vida eternamente, que estuviera ahí para nosotros por siempre.
Nuestro gato se fue y nos dejó un hueco en el corazón. Pero fuimos tan felices y fue tan bueno tener ese peludo malhumorado en casa, fue tan bueno verlo corretear, verlo treparse a las cortinas, cazar moscas, comer aceitunas y tomar sol en la ventana cada tarde, a lo largo de tantos años, que en honor a todo ello es justo esforzarse y dedicarle una sonrisa. Porque si bien el Teo no fue eterno, todos los buenos recuerdos, toda la felicidad y todo el amor, eso sí se quedarán con nosotros para siempre.
Al fin he terminado de leer este blog que cuando fue escrito no lo pude hacer por la interrupción de las lágrimas que llenaban mis ojos, y hoy que han pasado ya casi tres meses de la partida de mi tan excepcional gatito, al fin encontré valor para terminarlo de leer bajo riesgo de nuevos sollozos. Pero en fin, más allá de tristezas, nos dejó el hermoso legado de haberlo amado tanto que solo con su partida nos dimos cuenta de cuanto.
«Y al final…la vida sigue igual»