Antes de que Franco parta, avísenle que sonreiremos

Este es un texto urgente, como un telegrama que no va a ningún lugar y que sin embargo se emite con prisa. Escribo con premura porque necesito hacerle una promesa a Franco antes de que se marche.

Si pudiéramos hacer la voluntad de aquel que parte deberíamos estar felices. Parece una ofensa proponerle algo así a los tantos amigos, sobrinos, hermanos, nietos, hijos y esposa que hoy están abrumados ante la inminencia de perder a un hombre que ha sido la argamasa de una inmensa familia.

Y, sin embargo; si no fuera tan difícil hacer la voluntad de aquel que parte, estoy segura de que la voluntad de Franco sería vernos a todos felices.

Descendientes de varios puntos del planeta han venido a acompañarlo en sus días finales. Acompañar al hombre que adoraba una reunión familiar, que se entusiasmaba con la idea de congregar en un mismo lugar a varias generaciones.

Si hubiera podido, Franco no habría dejado pasar esta oportunidad. Entonces se habría dispuesto rápidamente a invitar a una noche de confraternización en su casa. Habría hecho un folleto -escrito a máquina y con ilustraciones- para presentar la agenda de la noche, los nombres de las familias participantes, la historia de los descendientes y las noticias relevantes de los más jóvenes.

Franco fue el primero en dejar la pequeña Zaruma (una ciudad al sur del Ecuador que parece salida de un cuento del realismo mágico) Nunca volvió a vivir ahí, sin embargo, nunca se separó de su tierra. Junto con otros pioneros, fundó un pequeño club de oriundos de la patria chica. Así, cuando yo era niña pensaba que la Colonia Zarumeña -con su sede, su directiva y hasta su reina- no era un grupo de descendientes de aquella diminuta ciudad, sino una institución de proporciones globales.

Si tuviéramos las fuerzas para hacer la voluntad de aquel que parte, Franco nos propondría ir a tomar un café con humitas en la Colonia Zarumeña, nos organizaría un juego de naipes, un recital de poesía o una serenata con boleros para homenajear a las madres.

Si pudiéramos evitar estar tan triste, tan asustados de dejarlo ir, Franco nos pediría que nos sentemos todos juntos, con hijos, nietos, bisnietos, perros y gatos. Entonces, no perdería la oportunidad de tomarnos una foto. Se acostaría con su cámara en el piso, de ser necesario, para no errar la toma, para no dejar a nadie por fuera de esa imagen tan célebre. Y como en tantas fotos, de hace tantos años, él estaría ausente de la imagen porque estaría detrás del lente.

Pero no puedo proponerle a nadie que hoy no llore, que sonría y esté feliz. Podría llenar mil páginas contando la fabulosa vida de Franco, las decenas de hombres y mujeres que abrigó con su luz tan única, con su gallardía, su generosidad, su franqueza, su amor tan grande. Y, sin embargo, saber que parte después de 87 años ejemplarmente vividos, no nos evita sentir que se nos apaga un sol alrededor del cual tantos girábamos.

No puedo pedirle a nadie que hoy sonría, pero puedo prometerle a Franco que, después de que se marche, algún día todos volveremos a estar felices. Volveremos a tomar café con humitas, mientras llenamos el vacío de su ausencia con las miles de anécdotas maravillosas de su vida iluminada. Y cuando podamos sonreír de nuevo, nos tomaremos una foto. Y aunque él estará ausente en ella, sonreiremos sabiendo que -de alguna forma- él continuará mirándonos, por siempre, detrás del lente.

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  1. Pingback: De vacaciones, lutos y distancias | Sandra Yépez Ríos

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