Una boda con su mejor amigo

El lío de la boda ha sido resuelto, me informa ella, a pesar de que yo ni siquiera sabía que había un lío. Y se ha resuelto porque Manuela no se casa más con Deniz. Manuela se casa con Laura. Se casa o se queda de amiga para toda la vida, aquello no queda bien esclarecido. Lo cierto es que Manuela se queda con Laura y mi hija se queda con Deniz, así que “hay boda”, me anuncia ella mientras yo contorno los ojos.

La fecha del casorio ya está definida, coincidirá con su cumpleaños número seis. Hay varios bocetos regados por la casa de cómo será el vestido, de los buqués que las damas recibirán y los sombreros de copa que los hombres usarán, y de la grandiosidad del pastel.  Mientras tanto, yo me limito a mi respuesta de siempre, ya gastada de tanto usar: “los niños no se casan”. Pero ella insiste “por favor, mamá, por favorcito”. Yo contraataco con el que me parece mi argumento más sólido y le reitero que, si bien los matrimonios pueden terminar, las amistades duran toda la vida. “¿Qué tal jurar que serán amigos para siempre?”. Pero mi propuesta le sabe a consuelo barato y frustrada refuta “vamos mamá, ¿qué te cuesta?”

Yo no sé qué abordar primero, si la irracionalidad de querer casarse a los 5 años, el sinsentido de pedírmelo por favor o su uso incorrecto de una expresión que me oye decirle a diario en circunstancias como “préstale a tu hermana esa Barbie hija, ¿qué te cuesta?”

Me conformo con decirle que cuando sea adulta se podrá casar con quién ella quiera y no necesitará pedírmelo por favor. Con todo, mi respuesta la deja más frustrada, y yo ya temo estar entrando en una de aquellas discusiones en las que no hay palabra correcta porque la conversa ha caído en el terreno de lo absurdo. Un terreno donde ella se esfuerza por convencerme de que la deje casarse con Deniz y yo me empeño en hacerle entender que su madre no gobierna el mundo.

Ahora que Manuela ha decidido quedarse con Laura, y Deniz es libre para casarse con ella, su madre (como en tantos viejos romances imposibles) es la última barrera, la más alta e infranqueable que la aleja de conseguir su anhelo.

Ahí sigue ella pidiéndome por favor y preguntándome “qué me cuesta” mientras yo busco el control remoto para ver si Netflix me saca de este aprieto. Y cuando al fin se entrega a la televisión, yo me quedo admirando la tierna inocencia con la que concibe una boda con su mejor amigo y un mundo en el que su mamá es quien determina si se casa o no, si hoy es lunes o sábado o si más tarde llueve o hace sol…

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