De frustraciones, incomprensiones y zapateros

ImagenEn Brasil existe un término muy popular que es «dar um jeito», su equivalente en español sería «dar un modo» o como decimos en el Ecuador: «darse modos». Esto quiere decir que frente a la imposibilidad o el absurdo, siempre hay una forma de hacer aquello que queremos o necesitamos hacer.

Vamos a pensar esto con un ejemplo: cuando teníamos 16 años, mi amiga Gabriela Peterson y yo queríamos ir al concierto de un cantante de moda, pero solo teníamos una entrada, lo cual significaba que era imposible que ambas asistiéramos; sin embargo, «nos dimos modos» de  convertir una entrada en dos y terminamos viendo el concierto juntas. En Brasil es lo mismo, cuando algo es complicado o no tiene caso intentarlo, siempre es posible pedir al implicado que «de um jeito» a las cosas, lo que significa que aunque la solución no sea definitiva, ni adecuada, ni demasiado inteligente, será al cabo una solución, que es lo que finalmente estábamos esperando.

Tras este tiempo de convivir con la rígida mentalidad de los japoneses, aún me cuesta aceptar que aquí nadie va «dar um jeito» a nada. Simple e inalterablemente: las cosas se pueden o no se pueden hacer.

Mis más frustrantes experiencias en este ámbito son mis visitas al zapatero del barrio, por quien últimamente he comenzado a cultivar no muy nobles sentimientos.   La primera vez que lo visité, llegué con un par de tacones, los cuales habían perdido las pequeñas tapas protectoras que todo tacón tiene en su base. Cualquier mujer que use tacones sabe que con el tiempo estas se desgastan y es preciso cambiarlas.

Tras presentarle mi problema, el zapatero se llevó el tacón al interior de su taller; en seguida volvió con el veredicto, cuya traducción al español sería simplemente: «No se puede». Ante mi cara de interrogante me explico que el tamaño de mi tacón no era igual al de las piezas que él poseía, de modo que era imposible hacer lo que yo pedía.

Aunque me fui refunfuñando y pensando que en el Ecuador jamás zapatero alguno me habría dado tal respuesta, asumí que su explicación tenía sentido y me resigné a no poder reparar aquel par. Sin embargo, mi siguiente frustración sucedió pocas semanas después, cuando debía asistir a un evento y quería usar mis amados tacones beige, que compré en Quito hace algunos años.

«Sucio estar zapato, color desgastado. Quiero usted pintar», le expliqué al zapatero, quien esta vez ni siquiera precisó examinar el producto para responder: «No se puede».

Esta vez tenía yo que decirle al zapatero: «Cómo es posible que no se pueda hacer algo tan simple como pintar un zapato?». Por supuesto era incapaz de articular una frase tan compleja en japonés, así que me conformé con decirle: «¿Por qué?» «Por que no se puede, el color es diferente», fue más o menos la escueta respuesta que me devolvió.

El resto de aquel día lo pasé recorriendo tiendas y tratando de encontrar unos tacones de color claro de talla 39; cosa que en un país donde la mayoría de mujeres calzan 36, es una misión con resultados inciertos y casi siempre negativos. Finalmente, terminé por comprar pintura para zapatos y repararlos yo misma. El resultado fue tan bueno que hasta pensé ir a ostentarlo ante el zapatero.

Sin embargo, ahora, tras mi último encuentro con él, he comenzado a cultivar la idea de que quizás el zapatero no me odia sino que está intentando enseñarme -a costa de zapatos- que en este país las cosas no funcionan como funcionan en mi cabeza. Su última lección la recibí esta tarde.

Iba yo en mi bicicleta atravesando un concurrido cruce, cuando una de las tiras de mis preciadas sandalias se rompió. Tras el susto y la imposibilidad de caminar en tal condición, me vi obligada a cruzar dando saltitos y arrastrando la bicicleta.

Paradójicamente, el accidente sucedió justo enfrente del edificio que alberga el santuario del zapatero. Descalza y con la sandalia en la mano, llegué segura de que esta vez no podría negarse a ayudarme: era evidente que yo no traía nada más que lo puesto, además el asunto no me parecía grave: un lado de la cinta simplemente se había despegado. En el Ecuador, un poco de pegamento y unos 5 minutos de espera habría bastado para volver a  casa sin pasar más vergüenzas. Sin embargo, a pesar de mi trágica condición, el zapatero no requirió ni 10 segundos  para ofrecerme la invariable respuesta: «no se puede».

«Yo no tener otro zapato, no poder caminar», dije yo, aunque en realidad habría querido decir «¿Pero cómo diablos me dice eso? ¿acaso no tiene una pega «la brujita», un cemento de contacto, un clavo aunque sea?. ¿Cómo se supone que voy a volver a la casa? Con este tacón de 5cm de alto tendría que sacarme ambas sandalias para caminar las seis cuadras que me esperan. Usted tiene que ayudarme»

«No se puede, si lo pego se despegará en seguida», respondió él.

«Yo no tener otro zapato, no importar»

«No se puede», concluyó él, mientras me daba las espaldas de vuelta a su taller, en un gesto que parecía decirme: «Su zapato es su problema. Usted verá!»

Me llené de coraje y comprendí que lo que yo esperaba (y quizás lo que allá en mi tierra todos esperamos en una circunstancia similar) no es solo una solución, sino también de cierto modo un consuelo. Me imaginé lo que el zapatero ecuatoriano me habría dicho:

«Verá mi reina: no le va a durar. Su sandalia se le va a volver a abrir, pero si quiere igual le pego». A lo cual yo habría respondido, en el más clásico estilo ecuatoriano: «Péguele no más, maestro» y habría vuelto a casa conforme.

Mientras rezongaba me marché a comprar unas tachuelas en la papelería (para mi suerte, ubicada en el mismo piso que la zapatería) y como buena ecuatoriana que soy, me di modos para reparar mi sandalia y volver a casa incólume.

Ahora mientras reflexiono, comprendo que no puedo culpar al zapatero; al cabo él no sabe que yo vengo de una tierra donde a nada se le dice no (incluso a aquello a lo que deberíamos), él desconoce que yo pertenezco a la cultura de los que se dan modos para hacer cualquier cosa y donde a todo le damos «um jeito», incluso si después (como decimos allá) el remedio resulta peor que la enfermedad. Así es el lugar macondiano en el que yo nací, y hay que haber habitado en él para comprender cómo es y amarlo como es.

4 comentarios en “De frustraciones, incomprensiones y zapateros

  1. Me acuerdo clarito de ese día en el que nos «dimos modos» para entrar. Es cierto, los latinoamericanos somos «Todologos» y no desechamos nada, en la casa de mi Abuelita encontrarás todavía los chalecos de mis Tios hoy ya más que cincuentones de sus épocas colegiales.
    Pero me pregunto: ¿Sino se «dan modos» para hacer las cosas… Cómo es que trabajan? Será entonces que nosotros por esa necesidad inmensa de seguir haciendo más y más dinero hacemos cosas para las que a veces ni siquiera estamos preparados.

    Pd. Increíble tu colección de zapatos! jaja me acuerdo cuando teníamos 2 pares de zapatos cada una y con eso nos defendíamos de todo 😀 Abrazos amiga

    • Lo más memorable de aquel concierto fue nuestra odisea para conseguir entrar, esa aventura la recuerdo mejor que el propio concierto 😉
      Por cierto, que no te engañen mis zapatos, por obra del zapatero ya no puedo utilizar la mitad de todo eso ahí.
      Un abrazo amiga!

  2. Maravilla las historias que compartes amiga!, acá ahora tenemos zapatos «chinos» que hacen que muchos ya no vayan al zapatero sino los cambien por estos artículos masivos, extraño tanto ir donde el zapaterito del barrio con quién se hablaba de fútbol, clima, política y familia y hasta darse cuenta ya estaba arreglado el calzado.
    Abrazos Sandra!

  3. Sabes San??? una vez se me rompió una sandalia en la Universidad y mis amigos todos lindos (porque yo tampoco podía caminar) fueron al lugar en el que se sacaban las fotocopias y arreglaron mi maltrecho zapatito con una engrapadora…así que- pese a lo que digan milenios de la cultura occidental- siempre se puede
    🙂

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