Luego de algunos años en Tokio, y si eres lo suficientemente afortunado, es probable que logres atravesar la barrera de la timidez japonesa y cazar una conversa con algún extraño, que no esté loco, que no pretenda venderte algo, que simplemente quiera echar una plática contigo.
Esta tarde en el tren, de camino a mi trabajo, di con un amable señor de unos 70 años. Me senté a su lado justo al borde del asiento y en seguida me habló: “siéntese cómodamente por favor. Es cierto que tengo un gran trasero pero tampoco es para tanto”. Me reí de buena gana, no solo porque se trataba de un hombre delgado, que apenas ocupaba espacio, sino porque era la primera vez en Tokio que alguien me hacía una broma así de confianzuda. Por supuesto, las palabras que logré cazar fueron algo más bien así: “sentarse por favor; grande trasero mío, no problema”, pero juntando el rompecabezas la broma era comprensible.
“Es que cuando nos hacemos viejos nos crece a todos el trasero”, me dijo y yo volví a reírme y repliqué: “Los japoneses son todos siempre delgados”. Entonces fingió sorpresa, como si hasta entonces no hubiera notado esta cara mía que dice a gritos que no soy de aquí. “Ah, es que es extranjera, ¡claro!… ¿De Corea?”. Yo traía un sombrero que me ocultaba un poco el rostro y supongo que eso fue lo que lo llevó a creer (o fingir que creía) que yo podía ser asiática. “Nanbe” respondí yo.
Con el tiempo he aprendido que a veces es mejor decir solo que soy de América Latina antes que hacer a mi interlocutor sentirse avergonzado de no saber con claridad dónde mismo es que está el Ecuador. “¿América Latina? ¿Así?, ¡a ver!”, dijo él mientras viraba el rostro para auscultar el mío y confirmar que era verdad que yo venía del otro lado del planeta.
Para quien nunca ha viajado en la línea Ginza en hora pico y no sabe lo impersonal que esta ciudad y sus trenes pueden llegar a ser, este puede parecer un diálogo completamente banal. Para mí, que he tenido que acostumbrarme a andar en silencio y ser un grano más de arena, la charla me dejó contenta; le dio a mi relación con los japoneses un pequeño aire de confianza y a Tokio un poco más de aroma a hogar.
Nuestra conversa se extendió por tres estaciones (alrededor de 10 minutos) un tiempo record para una plática de extraños en un tren de Tokio. Por supuesto no entendí la mitad de todo lo que me dijo, pero creo que él no lo llegó a notar o no le importó. Hay veces que solo necesitamos ser escuchados, aunque no seamos comprendidos.
Hablamos de mi tiempo en Japón, de lo difícil del idioma, de los más de 30 años que él llevaba trabajando en su oficina, hasta que nos dio la hora del adiós. “Me voy”, le dije, “qué le vaya bien”, me respondió, y así de simple me marché feliz.
Querida Sandra, te sigo siempre en tus lecturas amenas y ocurridas. Me divierten mucho tus textos. Aun recuerdo el aire silencioso japonés, las impresiones que pude percibir en el poco tiempo que pude estar allá, son tal cual describes.Un abrazo, no dejes de comentarnos tu maravillosa experiencia en esa bella Tokio de mil contrastes.
Jeanette Toledo.
He llegado a concluir que: la costumbre de entablar una conversación con extraños, sea en trenes o en cualquier otro sitio, es propio de personas mayores, quizás porque únicamente quieren charlar con alguien sin ningún interes de por medio o quizás porque es la manera de no ser invisibilizados por la gente que presurosos pasan por su lado.