En este mi barrio, tomado por elegantes boutiques de diseñadores famosos, una pequeña librería que se esconde a un par de cuadras de aquí, es un verdadero edén en medio de la selva de moda y derroche.
No debe ser mayor a unos 20 metros, pero guarda una estupenda gama de libros. Hay una gran variedad de títulos en inglés e incluso francés y alemán, lo cual constituye una bendición para todos los extranjeros que vivimos en la zona, y para quienes las librerías japonesas son una dimensión desconocida, donde nunca hemos podido entrar.
Ha estado en pie por nada menos que 50 años, ofreciendo libros de diseño, gastronomía, arquitectura, fotografía y arte, además de una surtida selección de textos en inglés sobre la cultura japonesa. Es una estupenda librería, y ahora resulta que va a cerrar.
Funcionará hasta el 23 de septiembre, y está poniendo todos sus libros en oferta. Cada semana paso por ahí y veo que hay un nuevo descuento. Un libro con estupendas fotos de arquitectura pasó de 50 dólares a 20 y ahora 10. Y aquello, en lugar de dar gusto, da tristeza. Como una vergüenza ajena de ver a los libros tener que rebajarse para que alguien los acepte leer.
Hoy mientras pagaba por dos nuevos ejemplares para alimentar mi pequeña colección de libros de gastronomía, se me ocurrió preguntar al dueño por qué cerraban. No es que yo sea tan tonta así, para no caer en cuenta del motivo más evidente, es que soy una idealista, y esperaba que podía caber la posibilidad de una respuesta como: “Cerramos para abrir una mucho más grande” o “Nos hicimos tan ricos vendiendo libros, que compramos un casa en el Caribe y nos vamos a retirar”. Por supuesto la respuesta no fue esa. «Es simple”, me dijo el dueño, con un cierto desagrado por tener que responder algo tan absurdamente obvio, “ya no es rentable vender libros. Ahora solo estamos perdiendo dinero”.
Torpemente, lo único que atiné a decirle fue “Es una buena librería”. Con tristeza tomé mis libros y me marché, mientras él de nuevo le bajaba el precio a un enorme ejemplar con fotografías de las obras de Kandinsky.
Sé que no hay nada que hacer frente a la evolución de las ciudades y al cambio de hábitos de la gente. Yo misma aprecio poder llevar a un viaje un libro digital, en lugar de 500 páginas de palabras impresas. Sin embargo, cada vez que una librería cierra parece la sentencia de que nuestro mundo se está volviendo cada vez más cínico, más perezoso y más banal. Paradójicamente, aquello es algo que hace muchos años los libros ya nos lo advirtieron.
Ojalá que esta nueva moda ( ingrata) de ya no querer leer libros tradicionales sino digitales, al menos sirva para proteger la materia prima (árboles) que se utiliza para la elaboración del papel. Pero, desde luego, no deja de ser una inmensa pena que este hermoso y muy provechoso hábito de la lectura, vaya decayendo por el poco interés de las nuevas generaciones.
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