Hoy me ha llegado como pan caliente la noticia de mi última publicación en la revista Mundo Diners de Ecuador. He querido compartir el artículo en seguida para aprovechar y agradecer a mi queridísima amiga Yukie que nos invito a visitar su nuevo hogar, nos proveyó de tanta información y cultura como fue posible y nos trató con los lujos que solo un faraón merecería. Las fotos, como siempre, son obra de mi amado compañero de viaje
…….

Pequeños puestos de artesanía en el camino hacia la gran pirámide de Guiza
El cielo está despejado como nunca. No ha habido viento que traiga arena del desierto, de modo que esta mañana es posible ver la Gran Pirámide de Guiza incluso desde el centro de la frenética ciudad de El Cairo. Día de invierno y a pesar del sol hace un frío que desdice todas las suposiciones que uno tiene sobre Egipto.
Recién a las 09:00 comienzan a llegar pequeños grupos de turistas a las Pirámides. Comerciantes y vendedores por su parte están aquí esperándolos desde mucho antes, fumando en silencio y tratando de ignorar el frío. También los camellos, con todos sus atavíos de guirnaldas y tapetes coloridos, aguardan con cara de apatía para comenzar sus recorridos con los turistas a cuestas.
En este lugar, a unos 30 km. del ruidoso Cairo, solo se escucha el viento que acaricia la arena y a lo lejos los cánticos de alguna mezquita que ha comenzado sus oraciones. De pie frente a la Gran Pirámide y bajo la enorme sombra que la mole de piedra genera, solo se contempla inmensidad, la inmensidad del cielo azul, del desierto que parece no acabar y de estas piedras, colocadas aquí 4000 años atrás por hombres que un día soñaron ser inmortales.
“La vida después de la muerte era un asunto de gran preocupación para estas sociedades”, relata Ibrahim, un egiptólogo apasionado por la historia de su país y uno de los primeros guías en llegar esta mañana. Para garantizar el tránsito hacia el más allá, los hombres del antiguo Egipto cargaron, pulieron y apilaron cientos de miles de rocas hasta alzar estas inmensas estructuras. “La Pirámide escalonada de Zoser es de todas la más antigua. Fue construida durante la III Dinastía de Egipto, esto es unos 2600 años antes de Cristo”, explica Ibrahim a sus atónitos acompañantes que tienen dificultad de transportar su mente tan atrás en el tiempo. La mayor, por otro lado, es la Pirámide de Guiza: más de seis millones de bloques de piedra y 149 metros de altura hicieron de ella la construcción más alta del mundo hasta bien entrada la época moderna.
Su propósito era guardar la tumba de venerados faraones junto con sus bienes más preciados, pero su defecto era justamente su tamaño. “Eran enormes y por tanto blanco fácil de saqueos”, relata Ibrahim al pequeño puñado de turistas que hoy han venido con él desde El Cairo.
Los antiguos egipcios resolvieron dejar de edificar pirámides; pero aquello no detuvo su preocupación por prepararse para la vida después de la muerte, continuaron construyendo magníficas necrópolis, pero para mantenerlas a salvo de bandidos, las escondieron varios metros bajo tierra y las trasladaron kilómetros al sur del Nilo. Lo que queda de esas tumbas es hoy la perla del turismo en Egipto y uno de los tesoros arqueológicos más importantes de la humanidad. Al lugar se lo conoce como El Valle de los Reyes y para llegar ahí no basta un recorrido en camello, la mejor forma es surcar el Nilo.
Un río y pocos barcos
Mañana de miércoles, el Darakum ya ha soltado anclas y encendido los motores. El buque se prepara para zarpar con sus 96 pasajeros a bordo. Ayer navegó por cerca de cuatro horas desde que dejó el muelle en la ciudad de Luxor y hoy debe arribar al poblado de Edfu antes del medio día si quiere cumplir con el itinerario planeado y completar sus cuatro días de crucero por el Nilo. El viernes llegará a la ciudad de Asuán para recibir nuevos pasajeros y repetir el recorrido en sentido contrario. Desde hace 8 años esa es la rutina del Darakum: río arriba y río abajo, una y otra vez y tantas veces como la afluencia de turistas lo permita, y enhorabuena que por ahora lo permite.
Desde la década del 70 los cruceros en el Nilo han despertado la curiosidad de turistas de todo el mundo; sin embargo, hoy el negocio está lejos de ser lo que era. Hassam, uno de los guías del Darakum, recuerda que tiempo atrás unos 360 buques repletos de pasajeros recorrían el río anualmente, mientras que hoy solo quedan 80 embarcaciones circulando.
La Primavera Árabe, que se desató en la región en 2011 y que condujo a la caída de varios gobiernos autoritarios, representó un tormentoso invierno para la industria turística en Egipto. Luego de una serie de sangrientas protestas populares, el país entró en recesión y en la actualidad continúa enfrentando una complicada situación política, agudizada por conflictos armados en los países vecinos y ocasionales ataques en ciertos territorios egipcios.
A pesar del complejo escenario, el gerente del Darakum prefiere ser optimista: “el país está más estable ahora. Este año (2016) hemos navegado 8 de los 12 meses”, relata Rafik sentado en una de las poltronas del elegante lobby de su barco, el cual ya llegó a estar fuera de funcionamiento por muchos más meses a causa de la falta de visitantes. Sin embargo las cosas podrían ser aún peores, mientras Rafik conversa el Darakum pasa junto a varios buques, hoy desocupados y abandonados a la orilla del río.
El cielo es de un azul intenso y todo el verde que rodea al Nilo hace olvidar que a un par de kilómetros de aquí no hay más nada que desierto. El barco avanza a 15 km. por hora mientras poco a poco los turistas van saliendo de sus cabinas para servirse el desayuno. Nadie aquí habla de inestabilidad política ni amenazas, en su lugar la conversa de la mañana gira en torno a la excursión del día anterior: una expedición bajo tierra para descubrir historias que parecerían salidas de cuentos fantásticos y que pertenecen a los secretos del legendario Valle de los Reyes.
Para visitar la más importante necrópolis del antiguo Egipto, los pasajeros del Darakum debieron abandonar el barco temprano, montarse en autobuses y serpentear caminos intrincados alrededor de estériles montañas de arena y roca, hasta llegar a un punto perdido en el mapa. Justo ahí, en medio de la nada se extiende toda una red de decenas de recámaras subterráneas que un día albergaron sarcófagos de puro oro, joyas preciosas y las momias de faraones tan célebres como Ramsés II y Tutankamón.

Esperando a que regresen los turistas, este camarero contempla el Nilo desde la escotilla de su buque
Hoy las recámaras están vacías y de las 65 tumbas halladas por los arqueólogos hasta la fecha, los turistas del Darakum tan solo han tenido acceso a cinco, pero eso ha bastado para dejar a todos impresionados. Esta mañana en el comedor no se habla de otra cosa que de aquel fabuloso lugar y los extraordinarios jeroglíficos que pueblan las paredes de sus tumbas. Miles de conjuntos de signos cuidadosamente cincelados en las piedras que perduran para contar la historia de una sociedad tan grandiosa que consiguió, tal como se lo había propuesto, perdurar por una eternidad.
De vuelta al norte de Egipto, uno de los escondites entre las pirámides de Guiza que Ibrahim más disfruta de mostrar a sus acompañantes es el sepulcro de Mereruka. Ibrahim se aproxima a los antiquísimos muros de la tumba y susurra: “miren bien, aquí está la cultura: la práctica de las artes, la música”, mientras apunta a un grupo de perfectas figuras humanas grabadas en la piedra. “Aquí, la guerra, las luchas entre imperios. Aquí la caza, la pesca, el trabajo, la medicina”. Hay tantas escenas que sus acompañantes no saben ni para donde mirar. Y es que todo lo que hoy se conoce de aquellas intrincadas civilizaciones está encriptado en ese conjunto de signos. Y ya sea en El Cairo con Ibrahim y su puñado de turistas, o en el alto Egipto entre los pasajeros del Darakum, ahí están los jeroglíficos para seguir contándoles historias fabulosas, días tras días desde hace milenios. Aunque irónicamente, la más fabulosa de todas las historias lleva menos de un siglo siendo contada, por más de 3000 años pasó en absoluto silencio.
Una búsqueda pertinaz
Howard Carter era un arqueólogo inglés obsesionado con la historia de un faraón que había muerto con tan solo 19 años y reinado por menos de una década. Thutmose III gobernó por más de 50 años, el gran Ramsés II por 66 y su sucesor Ramsés III por más de tres décadas. Es decir, Carter estaba obsesionado con el más intrascendente de los faraones.
Sabía que en algún lugar del Valle de los Reyes se escondía su pequeño sepulcro. No podía ser grande pues el tamaño del lugar era proporcional a los años del faraón en el poder; pero Carter estaba convencido que de hallar esa tumba sería la primera en la historia en encontrarse casi intacta, y así fue. Pasó años buscándola y en 1922 a poco de quedarse sin financiamiento para continuar su estéril exploración, el inglés dio por fin con el primer escalón de aquel tan codiciado sepulcro y comenzó a cavar. Cavó y cavó por semanas, hasta que se halló frente a la misteriosa puerta de piedra sobre la cual se leía en jeroglíficos un nombre: Tutankamón. Detrás de la puerta, tal como Carter lo había presagiado, se escondía una de las más sensacionales historias de la arqueología moderna.
Hay pocos individuos en el mundo cuyo nombre resuena con tanta claridad en la mente de la gente como Tutankamón. Sin embargo, el faraón niño no se hizo célebre por sus actos, su corta vida fue poco significativa para los anales de la historia egipcia; no obstante, aquello que lo hizo inmortal fue justamente toda la majestuosidad que lo rodeaba en su morada eterna. A diferencia de otras, su tumba casi no había sido perturbada durante los miles de años que permaneció escondida bajo la arena, de modo que la cantidad de objetos preciosos que Carter encontró en su interior fue tan basta que hoy llena un piso entero del Museo de Antigüedades Egipcias de El Cairo.
Meses de minucioso trabajo arqueológico debieron pasar hasta que el inglés por fin llegara a la recámara donde descansaba el cuerpo del faraón. Para acceder a él, los arqueólogos debieron abrir cuatro enormes cofres de madera dorada, maravillosamente decorados y encajados uno dentro del otro. En el último cofre se encontraba un sarcófago de puro granito y en su interior, la preciada momia había sido colocada dentro de tres ataúdes, los dos primeros de madera y el último –aquel que finalmente contenía el cuerpo de Tutankamón– compuesto de 110kg. de oro macizo. Sobre el rostro de la momia yacía su máscara funeraria, la quintaesencia del arte egipcio y una de las piezas históricas más famosas del mundo.

De la panadería salen bandejas llenas de pan pita que inundan las calles con su aroma y convocan a los compradores
Caminando por los pasillos del Museo de El Cairo, entre los sarcófagos y las fabulosas posesiones del joven faraón, resulta un ejercicio fascinante imaginar a Carter abriendo finalmente el último ataúd y levantando la máscara de puro oro para verse frente a frente con el mismísimo Tutankamón. Carter permaneció años en Egipto y continuó escavando tumbas y desenterrando tesoros, pero ninguno fue tan fabuloso como este. De hecho, nadie encontró jamás un sepulcro tan impecablemente conservado como el de Tutankamón.
De vuelta a la excursión, los turistas del Darakum han pasado uno a uno delante de la caja de vidrio que contiene el cuerpo del faraón. Algunos se han acercado a examinar sus facciones, sus dedos negros con las uñas intactas, sus dientes amarillentos pero aún en su sitio a pesar de los miles de miles de años transcurridos. Es un cuerpo vetusto, pequeño y delgado, y tan impresionantemente real que por pudor le han cubierto con una sábana blanca del cuello a los tobillos. Es prohibido tomar fotos, pero la imagen se ha quedado en la retina de todos.
El miércoles se evapora entre excursiones y navegación. Esta noche en el Darakum hay buffet de especialidades egipcias: hummus, aceitunas, delicias con pistachos y almendras. Entre el ruido de platos y cubiertos, la conversa en el salón está como siempre animada y el buque nuevamente leva anclas rumbo a la ciudad de Asuán y a continuar el paseo. Afuera es invierno y hace frío. En El Cairo, decenas de momias duermen dentro de los salones del museo de Antigüedades Egipcias. En el Valle de los Reyes, sin embargo, solo impera la oscuridad de la noche y una única tumba aún ocupada por su propietario. El buque avanza entre la penumbra del Nilo y atrás se queda Tutankamón en su caja de vidrio y con su sábana blanca. Una vida eterna de bastante austeridad para un faraón dueño de ocho sarcófagos de madera, oro y granito, una máscara de 22 quilates y un arsenal de joyas preciosas.
Impresionante, leer este artículo me transportó imaginariamente a este desértico lugar que un día estuvo inundado de miles de trabajadores que construyeron esas gigantezcas pirámides.