Uno de los destinos más concurridos de Europa recibe con sonrisas a sus miles de visitantes, pero puertas adentro todavía lidia con las cicatrices de una guerra feroz. He aquí mi último artículo publicado en la revista Mundo Diners de Ecuador en marzo de 2018. En esta oportunidad todas las fotos son mías y de mi querido Fábio.

La bella ciudad de Dubrovnik en la noche
Sentada en una chica mesa, en uno de los angostos pasajes de la ciudad vieja de Dubrovnik, me engancho a conversar con la barista de la cafetería ubicada al final del callejón. Tras la charla, ambas llegamos a la misma conclusión: nada hay más representativo de la cultura que el modo en que uno se toma su café. “Aquí atiendo a gente de todo el mundo”, me dice y señala a los clientes de las mesas contiguas, “y cuando me piden un café normal tengo que preguntar qué significa para ellos normal, pues eso varia mucho dependiendo del país de donde vienen”.
Me hallo en medio de esta conversación luego de dos semanas recorriendo Croacia y tras sucesivas frustraciones intentando ordenar lo que para mí sería un café con leche “normal”. La escénica ciudad costera de Dubrovnik es mi última parada en un trayecto que me ha llevado de norte a sur del país y del cual he aprendido que, sin importar la ciudad, un café “normal” en Croacia es un café insoportablemente amargo.
Tal vez, como la mesera dice, el variopinto modo en que preferimos nuestro café es una evidencia de lo mucho que somos todos diferentes. Pero hablar de diferencias con una joven que sin duda nació en medio de la guerra, en un país donde tanta sangre se derramó a causa de las diferencias, puede remover sombrías memorias.
En la cabeza de Jelena, por ejemplo, las memorias se remueven a diario, cada vez que la guía conduce un nuevo grupo de turistas por el casco histórico de Dubrovnik. Y aunque Jelena repite las mismas cosas cada vez, cada vez le impone la misma vehemencia a sus comentarios sobre la guerra.
Abriéndose paso por los angostos pasajes y entre la apabullante cantidad de visitantes, la guía de unos 35 años va acarreando a su grupo hasta una esquina donde se detiene y apunta al piso: “esto que ven aquí son huellas de esquirlas de cuando los serbios bombardearon Dubrovnik”, le dice a los 10 argentinos que esta vez la acompañan.
A Jelena le caracteriza su franqueza y un español peculiar, que según cuenta, aprendió de tanto ver novelas mexicanas. “Ustedes vienen a ver lo más bello del país, pero no se engañen, Croacia es un lugar muy pobre y aún estamos muy golpeados por la guerra. Vayan al interior y encontrarán casas aún en ruinas”, señala, y sus palabras caen con cierta culpa sobre sus interlocutores, la mayoría de los cuales probablemente se marchará de Croacia sin conocer nada más que Dubrovnik.
Pero basta ver el modo cinematográfico en el que el sol se pone cada tarde, pintando de rojo y naranja las decenas de diminutas islas que salpican el mar Adriático, mientras los faroles del casco histórico se van encendiendo poco a poco, para entender por qué tanto miles de ojos quieren llegar aquí tan solo para ver esto.
Mientras el sol se derrite en el mar, los cruceros comienzan a abandonar la costa. Con sus centenares de pasajeros a bordo, los buques emprenden el camino a otras ciudades del Mediterráneo, y enhorabuena que se marchan porque aquí ya no cabe un alma más. El hermoso casco antiguo, encerrado por una gran muralla de piedra, alberga unos 1500 habitantes, pero debe ver su población triplicarse entre abril y noviembre a causa del flujo imparable de cruceros. “Llega un punto en que la ciudad colapsa”, admite Jelena en su gracioso pero impecable español.
La ciudad antigua –quizás del tamaño del centro histórico de Quito- es exclusivamente peatonal y tiene tan solo tres puertas de acceso. Según Jelena, la recomendación de la Unesco es que no debería acoger a más de 8000 personas a la vez. “Pero ya hemos llegado a tener hasta 20 mil (…) Y les prometo que en ocasiones he tenido que esperar media hora solo para cruzar el portón”, asegura la guía, y con su usual franqueza, acota: “lamentablemente, no estamos en condiciones de darnos el lujo de limitar el número de gente que llega aquí”.
Tal como Jelena apunta, la economía de Croacia depende abrumadoramente de sus visitantes. De acuerdo con The New York Times, aunque los ingresos de un país por turismo deberían ser menores al 10% del PIB, en Croacia estos corresponden al 18%. De tal suerte que mientras ciudades como Venecia han comenzado a poner un freno al número de cruceros que permite ancorar en sus puertos, Dubrovnik llega a acoger hasta cinco buques en un mismo día, muchos de los cuales transportan más de 1000 pasajeros.
La multitud en Dubrovnik abruma, pero del mismo modo abruma la despampanante belleza de un lugar que ha logrado superar los siglos, los terremotos y las guerras.
La ciudad antigua no es más que un puñado de casas de piedra con techo de teja, agrupadas en el apretado abrazo de la muralla y rodeadas del cristalino mar Adriático. Una imagen que, vista desde lejos, resulta casi inverosímil, como si en lugar de una ciudad, aquello fuera una maqueta, o una colección de casas de muñecas. Un lugar de aquellos que solo es posible en fantasías, o en un rincón del planeta donde una vez los relojes se detuvieron, y por décadas quedó aislado del mundo exterior.
Del socialismo a la modernidad
Mis días en Croacia han transcurrido entre caminatas por calles pobladas de gatos, cafés demasiado cargados, y noches en vela, por culpa del café y de los gatos. Desde la capital, Zagreb, he tomado la carretera rumbo a Dubrovnik, unos 560km al sur, para ir descubriendo en el camino una serie de encantadoras ciudades costeras. Algunas tan pequeñas como Zatón, que en una sola tarde se la recorre entera cuatro veces, otras tan complejas como Split, que hacen falta días para entenderla.
Si Dubrovnik parece salida de un cuento de hadas, Split es escenario de ciencia ficción. Hace unos 1700 años, los romanos construyeron aquí un palacio, alrededor del cual se desarrolló una ciudad que se multiplicó sin control, ni plano, ni sentido.
Hoy, la ciudad vieja de Split es un laberinto de calles que no figuran en los GPS y de casas que parecen distribuidas con el fin de generar una ilusión óptica, donde no es posible decir si una estructura sube, baja, está de pie o de cabeza. Esa esquizofrenia de estilos arquitectónicos hacen del lugar un imán para turistas.
En Split, del mismo modo que en otros pueblos como Hvar o Sibenik, se respira bonanza gracias al dinero del turismo. Aquella pobreza de la que habla Jelena está lejos de estas costas. La que se ve aquí es una Croacia próspera y saludable; un país que ahora mismo está en proceso de convertirse en miembro activo de la Unión Europea.
Pero la Croacia en la que Jelena nació era otra: no había Unión Europea, ni libre comercio, ni turistas; no había ni siquiera el país como tal. Eran los años 80, tiempo del mariscal Tito y de la República Federativa Socialista de Yugoslavia.
Como admitirá Jelena, y todos los otros croatas con los que me encontraré: el mariscal Josip Broz Tito es una figura profundamente polémica. Pero si hay una certeza sobre el máximo líder y jefe vitalicio de la extinta Yugoslavia es que, por los 37 años que gobernó, su mano de acero fue lo único que consiguió mantener unificadas bajo una misma bandera a naciones tan diversas como Eslovenia, Serbia, Croacia, Macedonia, Montenegro, Bosnia y Herzegovina.
Tras su muerte en 1980, no pasaron muchos años para que Yugoslavia comenzara su debacle y sus habitantes una serie de sangrientas guerras de independencia, que se cobrarían cerca de 200 mil vidas, y que quedarían en la historia como el conflicto más sangriento en Europa después de la Segunda Guerra Mundial.
“La guerra es muy difícil de explicar”, admite Jelena, y más tarde, cuando contacto a la profesora Ana Žnidarec en busca de claridad, solo recibo la misma respuesta: “Esta parte de nuestra historia es difícil y compleja (…) diferentes generaciones experimentaron diversas guerras (…) y aún tenemos mucha gente dividida por ello”, me explica Ana, docente de la Facultad de Kinesiología de la Universidad de Zagreb.
Con 40 años, Ana recuerda bien lo que fue crecer en medio de una guerra. Su padre pasó seis meses preso en un campo de concentración en Bosnia y aunque volvió a casa con vida, otros no corrieron con la misma suerte, como la propia compañera de colegio de Ana que fue asesinada junto con toda su familia. “Sus cuerpos fueron arrojados a una fosa”, recuerda la profesora, cuya historia es solo una de las miles que dejó una guerra que para Croacia terminarían recién en 1995 y para otros, como Kosovo, tan solo muchos años después.
Tantos fueron los involucrados en la guerra: serbios contra croatas, croatas contra bosnios, bosnios contra serbios, que como dice Ana: interpretarla depende del lugar de donde se venga e incluso de la fe que se profese.
Históricamente la región balcánica (donde se ubican todos los países de la vieja Yugoslavia) fue un cruzamiento estratégico de diversos puntos de Europa y el Medio Oriente, un lugar de confluencia de católicos, musulmanes y ortodoxos. Y aunque por décadas reinó la paz, las profundas diferencias que marcaban la región acabaron por hacer estallar la guerra.
Más de 20 años después, aún quedan profundas cicatrices de un conflicto que, según Ana, todavía contribuye a dividir y generar prejuicios. “Los políticos hacen alusiones hostiles para mantener el fuego encendido en contra de los serbios. Las generaciones jóvenes no tienen idea de lo que pasó (…) y en las escuelas estos eventos no son descritos con precisión, lo cual solo conduce a la malinterpretación”, reconoce la profesora.
Y aunque en la vida de Ana, Jelena y tantos más, la guerra es todavía una herida fresca, y los países vecinos aún son vistos con cierta desconfianza, el ánimo en Croacia es otro cuando llegan las visitas. Tras el fin del Socialismo y de los años de conflictos armados, Croacia se reveló como un extraordinario destino turístico, lleno de bosques intocados, cascadas, playas vírgenes, viñedos, buena gastronomía y encantadoras ciudades celosamente preservadas; todo lo cual ha contribuido a generar un flujo cada vez mayor de turistas, a quienes los croatas han sabido recibir de brazos abiertos, con sonrisa en los labios y guardando para sí las memorias de su pasado infeliz.
En el último de mis 14 días en Croacia, la simpática mesera de la cafetería del callejón me premia con un café tal como me gusta. Ya habituada al paladar del extranjero, la barista ha aprendido a regular el nivel de amargor del típico café croata, para hacerlo más agradable. “Qué buen café”, reflexiono, mientras a lo lejos se escuchan las olas del Adriático romper contra la centenaria muralla de piedra que abraza Dubrovnik.