Esa mala costumbre de morir

“Manuel Flores va a morir,
eso es moneda corriente;
morir es una costumbre
que sabe tener la gente.

Y sin embargo me duele
decirle adiós a la vida,
esa cosa tan de siempre,
tan dulce y tan conocida.”

Jorge Luis Borges

 

Cuando comienzo a vestir las ropas negras para asistir al sepelio de Ingrid, no puedo evitar pensar en lo que, hace menos de dos meses, le dije a su madre el día en que la conocí: “Doña Francisca, la próxima vez que nos veamos será en el bautizo de su nieta y celebraremos junto con su hija”. Nunca hubo tal fiesta. Nunca llegué a conocer a Ingrid. Murió a los 25 años y dejando una bebé con menos de ocho semanas de nacida.

Cuando llego, Rayane me recibe con la misma cortesía de siempre. Incluso en el funeral de su hermana, no se olvida de la reverencia que cree debe tenerme por ser su jefa. Yo la abrazo. Son tiempos de coronavirus y no deberíamos abrazarnos, pero hay circunstancias en las cuales solo pensamos con el corazón.

Rayane me conduce hacia el féretro. “Esta es mi hermana” me dice, como presentándomela del modo que nunca pudo hacer en vida. Siempre creí que cuando viera un cadáver tan de cerca por primera vez sentiría escalofríos. Pero no siento nada de eso, solo siento el dolor de Rayane y su madre, que invade toda la capilla.

Más tarde, el novio de Ingrid, aquel que tantas lágrimas le arrancó en vida, me informa que la familia quiere que yo sea la madrina de Isis, esa bebé que ayer ha perdido a su madre. Yo también he tenido mis pérdidas este año y el pedido me conmueve. Acepto con humildad.

Miro todo a la distancia y pienso: Hay muertes que jamás deberían suceder, como la de una joven que llegó al hospital embarazada y saludable y a causa de una apendicitis desatendida debió pasar siete semanas en terapia intensiva para de cualquier forma morir.

Isis debió salir del hospital en brazos de Rayane, la tía que desde entonces se ha convertido en madre. El padre, por su parte, se prepara para volver a Rio de Janeiro, donde vive. “El jueves o viernes ya viajo” me dice durante el sepelio “pero volveré a Brasilia para visitarla”, asegura con una falsa ceremonia, que yo finjo creer.

Rayane solo llora cuando cierran el féretro, el resto del tiempo está en silencio o repite monótonamente “estoy en shock”, mientras contempla el vacío. Cuando el cortejo inicia su camino hacia el verde prado donde enterrarán a Ingrid, yo me quedó atrás. Siento que es momento para los extraños de dar espacio a los deudos.

Es un sábado de cielo infinitamente azul. Pronto comenzará la época seca y los árboles ya han empezado a perder sus hojas. Los pocos transeúntes que veo usan mascarillas y mantienen la distancia. Yo emprendo mi camino de vuelta a casa. Violeta, mi hija, ya debe haber despertado de su siesta y estará jugando con Fábio esperando mi regreso.

Mientras mi auto avanza, aún puedo ver la carroza fúnebre, y atrás Rayane y su familia avanzar lentamente para despedir a la hija menor de la casa.

De hoy en adelante serán solo doña Francisca, Rayane, Isis, y las dos pequeñas hijas de Rayane. “Un mundo de mujeres, donde de alguna forma ahora también estoy yo, la madrina”, me digo y pienso absurdamente que si no contengo las lágrimas habré de mojar mi mascarilla.

 

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