Nastya se ha marchado. Ya no vive más en este país. Llegó cinco años atrás con un esposo y un gato. Hoy la vi dejar Brasil con el mismo gato, dos pequeños hijos y la abrumadora ausencia de su esposo.

La vi partir rumbo a la sala de embarque con el mismo aplomo con el que ha enfrentado todo lo que se le vino encima después de que su compañero sucumbiera al Covid y partiera llevándose con él todos los planes que habían hecho para una larga vida juntos.

Habría querido decirle muchas cosas a Nastya antes de que se alejara rumbo a su avión. Decirle que espero que Europa la acoja del mismo modo que una madre abraza al niño que fue herido y lo consuela. Decirle que quisiera que pudiera dejar toda su tragedia aquí. Decirle que siga andando sin mirar atrás porque allá al frente está brillando el sol para ella. Pero no le dije nada. Las palabras nos faltan justo cuando más necesarias se nos hacen.

Los brasileños dicen que cuando dejó el país la reina Carlota Joaquina sacudió los zapatos desde el barco que la llevaría de regreso a Europa y declaró “de esta tierra no quiero llevarme ni el polvo”. No habría culpado a Nastya si, antes de embarcar, hubiera hecho lo mismo. Pero su corazón es tan noble que, en lugar de rencor, se llevó una adelantada nostalgia por dejar este sitio al que ella convirtió en su hogar, este Brasil que le dio tanto y tanto le quitó.

Esta tarde de invierno Nastya dejó el país. Se fue con el gato, con los niños, con las cenizas de un hombre magnifico que nunca debió morir. Los demás nos quedamos aquí a echarlos a todos de menos. Nos quedamos con su ausencia y con este deseo imposible de robarle el dolor del pecho y enterrarlo en esta tierra roja para que ella se vaya sin él. Otorgarle el poder de partir sin pena, ligera y libre, para encontrar la felicidad de vuelta en su natal Europa.

Nastya se ha marchado y yo me he quedado sin palabras para despedirla.