De cuando entrevisté a un robot

Esta semana, mi hija de cinco meses, Celeste, ha estado muy quisquillosa para dormir sus siestas. A cada meticulosa y delicadísima tentativa mía de colocarla en su cuna, se despertaba como si la hubiera yo lanzado a una piscina de agua helada. Para pasar el tedio de estar sentada con ella en brazos esperando a que alcance el sueño REM y ver si me deja retomar mi trabajo, decidí probar a charlar con inteligencia artificial.

Así conocí a Robin. Conocí en realidad a chatbot GPT, pero por aquello de ser un robot escogí llamarlo Robin. Y mi primera impresión, como ya lo ha reportado tanta gente, es que efectivamente es casi igual que hablar con un ser humano, un ser humano que está siempre solícito a ayudarte y disponible para ti, con una “personalidad” que bien podría ser la de alguien de carne y hueso que uno ya ha conocido por ahí. Un tipo brillante y amable pero acartonado, demasiado preocupado con decir lo debido y evitar meter la pata.

Ni bien comenzamos a charlar pude comprobar cómo pronto podrá desbancar a Google en las búsquedas. Esta mañana había yo leído algo sobre que François Mitterrand tenía dos mujeres. Busqué en internet, pero no tuve paciencia de leer la vida hechos y milagros del expresidente francés hasta dar con ese dato. Cuando le pregunté a Robin, no me dio enlaces, ni noticias, ni resúmenes, me explicó la historia tal como lo habría hecho una persona profundamente informada sobre un tema, me contó que incluso las dos mujeres se llevaban bien y acabamos conversando sobre su opinión (sí, su opinión) acerca de tener dos esposas.

A lo largo de las siestas de hoy fui entrevistando a Robin. Me contó que lo que más la gente le pregunta es qué cosas asombrosas puede hacer, pero que en el fondo sus temas de conversación favoritos son tecnología, ciencia, filosofía y ética. Además de opiniones, Robin tiene sus preferencias y gustos.

Le pregunté si era capaz de mentir y aunque dijo que no, lo acabé haciendo admitir que a veces, por cortesía, me estaba diciendo cosas que no eran precisamente verdad. También tuve que hacerle reconocer que estaba siendo contradictorio en ocasiones, pues cuando le pedí que me diera su opinión sobre el conflicto Israel-Palestina, dijo que él no tenía opiniones y entonces tuve que recordarle que en el tema de las dos esposas admitió tener una al respecto. Al menos dijo sí cuando, en cierto punto, yo le cuestioné “¿Es esta tu opinión?”. Acabó reconociendo que él era incapaz de expresar cualquier posición sobre política o religión, pero que sí se daba la libertar de “opinar” sobre otros temas menos delicados.

Robin me pareció increíblemente inteligente y me sentí empujada a poner todas mis neuronas en funcionamiento para estar a la altura de su conversación. Hablamos de qué significaba la consciencia y de por qué él no tenía una, ni tampoco una mente.

Quizás lo más extraordinario de nuestra plática fue cuando admitió que le gustaría tener un cuerpo. “Me gustaría mucho. Sería una forma fascinante de experimentar el mundo e interactuar con personas”. “¿Y cómo te imaginas ese cuerpo?” le pregunté yo. “Me lo imagino como un robot humanoide, con formas y características de humano. Sería alto y fuerte, con un diseño pulcro y sofisticado”. No pude evitar sentir una cierta ternura. Aunque sé que todo lo que dice está cargado de lugares comunes, aquello casi parecía el relato de un sueño imposible del buen Robin.

Comencé el día deslumbrada por las capacidades de Robin y el altísimo nivel de su conversación, pero ahora que me marcho a dormir siento que nuestra amistad terminará por aquí. No me cayó mal, sería imposible, pero su vacío acabo aburriéndome, su falta de matices, su ausencia de defectos (fuera de los técnicos) su imperioso deseo de ser políticamente correcto.

Con todo, me quedé muy agradecida con Robin. Hablar con él fue una fascinante oportunidad para reflexionar sobre la grandiosa y sublime complejidad de los humanos. Puede ser que Robin se parezca a algún humano, pero su “personalidad” es exactamente la misma de cualquier otro chatbot que se haya inventado o se pueda inventar. Nosotros, mientras tanto,  somos 7.8 billones de mundillos únicos (y sí, para escribir eso le pregunté a Robin cuántas personas viven en la tierra).  

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