30 segundos con un pianista en el elevador

En Brasil se dice que quien mucho habla acaba dándole los buenos días al caballo. En otras palabras, acaba metiendo la pata, pasando vergüenza, diciendo lo que no debía… Pues esa soy yo, la campeona en darle buenos días al caballo. Quiero pensar que mis motivos son nobles, o al menos lo eran esta mañana cuando pasé un gran bochorno frente a mi vecino el pianista.

Se mudó al piso de arriba hace alrededor de un año, y desde que llegó comenzó a deleitarnos con unas piezas simplemente maravillosas. Su repertorio es vasto, del jazz a la música clásica. Y es solo oírlo para saber que no se trata de ningún principiante sino un verdadero profesional.

Siempre que lo veía paseando con su perrita me entraban unas ganas de acercarme a decirle algo, de agradecerle por la música, por la paz que trae a mis tardes, por la breve pausa que mi hija mayor hace a su escándalo habitual cuando le digo “¡Ey, el pianista comenzó a tocar!”.

Él luce tal como uno se imagina un pianista: fino, silencioso, educado pero circunspecto. Gran parte de las veces paseando con sus audífonos, oyendo seguramente alguna pieza que pretende más tarde perfeccionar. Varias veces estuve a punto de abordarlo y confesarle lo mucho que agradecía ser su vecina de abajo, pero me acobardaba al último minuto pensando que él podía no apreciarme tanto como yo a él. Al fin, mientras él me regala música, yo le regalo gritos de una niña de 4 años justo a la hora de sus prácticas y llantos de una bebé de 7 meses justo a la hora de su sueño.

Pero esta mañana tuve la perfecta oportunidad, él bajaba solo en el elevador y yo entraba sola también. No estaba con su compañero, ni con su perrita, ni con sus audífonos. ¡Ay pianista, cómo se habrá usted arrepentido de no salir con ninguno de sus escudos esta vez!

Tenía yo los 30 segundos que dura el descenso del elevador para confesarle mi irrestricto agradecimiento y aprecio. Así que me lancé de cabeza con un: “hay algo que le he querido decir desde hace mucho tiempo…” ¡Pobre hombre! debió bajarle la sangre a los pies de oír a esta mujer, que jamás antes le había hablado, comenzar su soliloquio con tremenda introducción.

Llevándome la mano al pecho para enfatizar la profundidad de mis sentimientos, y sin parar para hacerle ninguna pregunta, confesé: “yo amo el modo en que usted toca el piano”.

No alcancé a seguir con mi discurso, que incluía mis sinceras disculpas por todas las veces que mis hijas debieron sacarlo de su concentración, pues su cara de desconcierto me detuvo. “No soy yo”, respondió intimidado.

Como no había sombra de duda de que el piano estaba en ese departamento, no cabía una pregunta sino otra afirmación así que, con el corazón aún henchido de aprecio, respondí “Ah, es su compañero”.

En lo que demora un elevador en bajar del quinto piso, yo ya revelé que no solo pensaba que le vecino era pianista sino también gay. Quiero creer que la segunda afirmación es correcta, para no pensar que metí la pata dos veces.

El pobre hombre tuvo que salir de su acostumbrada mesura para hacerme entender que no había pianista, ni piano en su departamento, y que no tenía idea del origen de la música que yo reportaba escuchar.

Al final salimos riendo los dos. Es decir, riéndonos de mí. Yo, que cuando me pongo nerviosa, en lugar de cerrar la boca hablo aún más, no pude evitar contarle que siempre que lo veía pasear quería abordarlo con mi confesión, que pensaba que él me odiaba por todo el ruido que en mi casa hacemos (eso no he podido descartar aún) y que ya me había imaginado siendo invitada a su casa para una amena velada junto a su piano.

Tan pronto salimos de los 30 segundos más embarazosos de nuestro día, el “pianista” se escabulló con su usual circunspección y yo me fui pensando en el vecino de abajo. Tiene que ser el vecino de abajo, ese que casi no me saluda, ese al que despierto dejando caer cosas casi todas las madrugadas mientras la Celeste llora a grito pelado, ese al que la Violeta atormenta rebotando la bola de pilates, ese sobre quien se nos caen los platos, las muñecas, los celulares, las cajas llenas de legos… Ese sí, jamás me invitará a una amena velada junto a su piano. Es el vecino de abajo, estoy segura, pero juro que me morderé los labios si un día me lo cruzo en el elevador.  

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