
Hoy Violeta se vistió de blanco y caminó todo el trecho desde su casa hasta su escuela ostentando una pancarta donde su mamá escribió: “Paz no es cerrar con rejas las escuelas, paz es abrir los corazones y dar alas a las mentes”. Con tan solo 4 años, y sin saberlo, Violeta caminaba haciéndole frente al terror que se ha apoderado del barrio, de la ciudad y del país donde ella vive.
El día de hoy, en todo el territorio brasileño, mandar a los niños a la escuela fue un acto de valentía. Mandarlos fue desafiar las amenazas de que podrían matar a nuestros hijos hoy, de que este 20 de abril en alguna escuela habría niños asesinados. Yo escribo y mientras lo hago, a mí misma me cuesta creer lo que digo. ¿Cómo explicar que sobre la cabeza de una niña de 4 años pueda pesar una amenaza de muerte?
A este país lo está consumiendo el cáncer del odio, el racismo y la discriminación, con lo cual en los últimos dos años han ocurrido más ataques en escuelas que en las últimas dos décadas. El más reciente fue una masacre repudiable en el sur del país que dio lugar a una ola de mensajes en ciertas redes sociales haciendo apología a la violencia y amenazando con una posible masacre en centros educativos de Brasil para hoy, 20 de abril.
El miedo se expandió como una pólvora siniestra. La escuelita, tan colorida y feliz como mi propia Violeta, tuvo que contratar un guardia vestido todo de gris, cerrar con doble candado las puertas y mandar varios mensajes a los padres para tratar de calmar los ánimos. Y hoy, el inicio y el final del día escolar estuvieron acompañados de una patrulla estacionada en la entrada. “Esto está tan mal”, pensé con tristeza mientras mi Violeta celebraba el espectáculo de las luces azul y rojas de la policía.
Esta ola de violencia y odio son el resultado de personas horribles al mando de este país en los últimos años y de viejos conflictos sociales jamás resueltos. El perfecto abono para sembrar el odio y cultivar el pánico. Un pánico que nos lleva a pensar que es deber de las escuelas poner rejas y construir muros, porque finalmente nadie quiere ver un hijo, que nada sabe del mundo y sus miserias, volver a casa bañado en sangre… o no volver.
Vestirnos Violeta y yo de blanco esta mañana y salir por la calle con esa pequeña pancarta pintada con crayones fue nuestra modesta manera de decir que no estamos dispuestas a permitir que el odio y el terror nos encierre y nos recluya. Hay mucho que resolver en este Brasil. Nos tocará recoger del piso los pedazos de nosotros mismos que hemos dejado quebrar a lo largo de años y encontrar algún modo de aprender a vivir juntos sin odio, sin terror y sin rejas. Yo no soy quién para saber cómo conseguirlo, pero al menos sé qué camino tomar para empezar: el mío se llama Violeta.