Una tarde leve afilando mis tijeras

Desde que nació mi segunda hija, hace 5 meses, ya no sé lo que es comer sentada o tomar una ducha que dure más de 5 minutos, ni sé lo que es hacer una única cosa a la vez. Los días parecen un concurso de carreras donde gana el que llegue a las 21:00 más o menos integro. Y el estándar de integridad es también bastante flexible por aquí, básicamente significa llegar no tan despeinada, no tan hambrienta, no tan sucia de mocos, leche o babas de bebé. 

Y en esta carrera de locos andaba yo este sábado cuando me encontré con Don Osmar, el afilador de cuchillos, una especie de fantasma amigable proveniente de un pasado encantador y perdido. Por algunos minutos, Don Osmar compartió conmigo y con mi hija mayor el sutil encanto de las cosas simples.

A lo largo de los años, había yo llegado a crear una verdadera colección de tijeras inútiles, incapaces de cortar ni un miserable pedazo de papel. Imagino que comenzamos con una que, al cabo de un par de años, se quedó ciega (como dicen aquí cuando algo pierde su filo) y en vez de darle solución, compramos una nueva, y cuando esa dejó de cortar, compramos otra. Nuestro consumismo sumado a nuestra pereza de deshacernos de la predecesora nos había dejado con media docena de tijeras inservibles.

Llevaba yo tiempo queriendo encontrar alguien que las afilara. Ya estaba bueno de inflar la colección de tijeras. Pero hallar un afilador no había resultado cosa fácil. Sin embargo, este sábado, mientras almorzaba, como siempre a las carreras, escuché una dulce armónica tocar y una voz que gritaba a lo lejos algo sobre cuchillos y tijeras. Llamé al conserje y le pedí que identificara al cuerpo que acompañaba esa voz y que le pidiera que me espere. Cuando bajé con mi colección de tijeras ciegas, ahí estaba Don Osmar, parado en la calle con su máquina de afilar, tan sencillo y a la vez tan irreal como un personaje de alguno de los planetas que visitó El Principito.

Barba blanca, piel tostada por el sol, una sonrisa afable y su armónica en mano para llamar a los clientes. Y esa pintoresca maquina suya, mezcla de mesa y monociclo, con un pedal, una piedra redonda de afilar, un diminuto cajón para guardar herramientas, un ganchito para colgar las tijeras y un popurrí de retrasos de tela para probar su afiladura.

¿De dónde había salido este hombre? ¿De dónde o de cuándo?

Él, acostumbrado a los clientes de los tiempos actuales, ya comenzó preguntándome si iba a esperar o si prefería que al final él le entregara mis tijeras al conserje. Respondí que me quedaba porque mi hija de 4 años tenía interés en ver. “Tanto interés como tengo yo”, debí decir para ser honesta.

En seguida se puso a lo suyo y con paciencia nos fue explicando la ingeniería de su vieja máquina, la cual él mismo había mandado a construir hacía 43 años; esos eran todos los años que Don Osmar llevaba afilando cuchillos y tijeras por todo Brasil. “Esta vez me quedé 40 días en esta ciudad, vine de Belo Horizonte y mañana regreso a São Paulo. Solo volveré a Brasilia después de un año”, explicaba mientras Violeta y yo mirábamos hipnotizadas cómo con el pie empujaba un pedal que hacía rodar una rueda de bicicleta que a la vez ponía en movimiento la piedra de afilar.

Al poco rato me surgió una interrogante, muy propia de quien ya ha vivido bastantes años en Brasilia y sin duda demasiados años en la modernidad. ¿Qué medio de transporte usó este hombre para llegar aquí con tremendo aparato?

Al no ver ningún auto alrededor, le pregunté un poco incrédula “¿Ha llegado usted andando?”, “claro”, dijo él, “pero ¿cómo?”, interpelé yo, pensando que sería extenuante arrastrar esa mesa por las calurosas calles de Brasilia. “Pero ¿cómo?”, repitió él, devolviéndome la pregunta con una sonrisa y una mirada bondadosa que parecía decir “¡piense un poco, señora!”. Yo sonreí, avergonzada por no haber notado que la misma mesa se convertía en carrito con tan solo levantarla.

Y así la tarde se fue haciendo leve y el tiempo pareció pausarse con Violeta y yo sentadas en la vereda y Don Osmar, de pie en la calle, contándonos historias de otros tiempos, con su rostro de otros tiempos, su máquina de otros tiempos y su oficio de otros tiempos.

Don Osmar nos habló de muchas cosas; nos contó que en cada ciudad la gente para para verlo, que hay videos en YouTube de él, que ya ha aparecido en libros y películas. Y nos explicó que todos los afiladores de cuchillos que quedan por ahí, ya sea en Ecuador o en Brasil, usan una armónica para llamar a sus clientes, y que la tradición había sido traída a América por los españoles. Yo no pretendo corroborar en Google si lo que me dijo es fidedigno, porque no me importa lo que el internet tenga que decir sobre afiladores de cuchillos. Al final, Don Osmar viene afilando cuchillos muchos más años de los que Google viene dando respuestas.

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