En Tokio no ladran perros en callejones oscuros. Tampoco maúllan gatos en ningún tejado. A pesar de que deben haberlas, no se escucha el cuchicheo de las ratas de la gran ciudad. En Tokio todos los animales son callados, todos menos los cuervos.
Tan característicos de la ciudad son los cuervos, que ya les han escrito poemas, pintado cuadros y elaborado esculturas. Pero a pesar de la pasión de los artistas, los cuervos son, en realidad, los malos del vecindario. Se pasan el día gritando vituperios a todos los transeúntes y acosando a las aves más pequeñas. De acuerdo con una noticia que leí hace no mucho, son capaces de los peores actos de vandalismo.
Yo misma nunca he oído a otro animal dar tales alaridos como los dan los cuervos. Y aun así, hay algo en sus negras plumas y su cara maliciosa que los hace encantadores, al punto de que ahora que se los escucha menos por aquí, la ciudad parece demasiado callada, casi melancólica.
Imagino que habrán resuelto buscar tierras más calientes, ahora que está terminando el verano. De cualquier modo, seguramente volverán antes del inicio del invierno, pues he llegado a la conclusión de que les gusta la nieve. Al menos eso parecía la última vez que los vi revoloteando en el aire mientras la nevada les pintaba de blanco su negrura.
Pero hay que decirlo, los cuervos de Tokio son la mafia más cruel de la ciudad. De acuerdo con aquella noticia, no solo son capaces de asaltar los basureros o los platos de comida de los picnics en el parque, sino que hasta se les ha visto robar dulces de la propia mano de los niños.
A costa de tales intimidaciones se han ganado el respeto de la ciudadanía. En Tokio impera la ley del cuervo. Nosotros mismos aprendimos a obedecerla desde hace un par de veranos.
Un buen día, mientras caminábamos en el parque, observamos un enorme cuervo. Estaba dando saltitos en el pasto y nosotros, a unos dos metros de distancia, comenzamos a bromear acerca de lo divertido que sería tener un cuervo por mascota. “Míralo, podríamos ponerle de nombre Pepe”, le dije a Fábio. “Sería una gran mascota”, comentó él, riendo pero manteniendo la distancia.
Pepe nos echó una mirada despectiva y levantó el vuelo hacia un árbol cercano. Le dimos las espaldas y, cuando nos disponíamos a continuar nuestro camino, bajó volando en picada y con las dos patas le acertó un buen golpe en la cabeza a Fábio. Regresó inmediatamente al árbol, desde donde nos lanzó un par de insultos, mientras nosotros apretábamos el paso para salir del parque cuanto antes.
A partir de entonces, nunca bromeamos con ningún cuervo, no hablamos sobre ellos si los tenemos cerca y, sin importar en qué acto criminal los encontremos, nunca nos metemos en sus asuntos.
Los cuervos de Tokio son de temer. Irónico, no obstante, son una de las cosas más bellas, más auténticas y más libres de esta extraña y oprimente ciudad.
Estas aves de enlutado plumaje y reconocida inteligencia, son comunes sobre todo en el hemisferio norte de nuestro planeta y como la gran mayoría de los pájaros, son muy fieles a sus parejas.
Fue otra de las tantas cosas que me gustaron de Tokio, porque nunca antes las había conocido y me parecieron parte importante del alucinante y pintoresco folclore de Japón.